Cuando el cielo cayó sobre nuestras cabezas. Un True Crime del Ártico

Lo mejor de este blog son sus lectores, os lo tengo dicho. Hoy es nuestro amigo Santiago Cuadro, desde Montevideo, Uruguay, a quien los lectores con mejor memoria recordarán narrando la historia de un pueblito canadiense devenido en granja de Bitcoins. En esta ocasión nos deleita con una tremenda historia que merece una lectura reposada y con tiempo. Policías Montados, inuits, biblias, hielo, remordimientos y redención, todo en mitad de la II Guerra Mundial. Que la disfrutéis.
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El 12 de marzo de 1941 fue un miércoles particularmente frío. Ernie Riddell, encargado del solitario expendio que la Compañía de la Bahía de Hudson tenía en el archipiélago de las Islas Belcher (y uno de los dos únicos blancos residentes allí junto con su empleado, Lou Bradbury) le pidió a un conocido, un inuit llamado Peter Sala, si se ofrecía a guiarlo a él, su trineo y sus perros a través de una congelada bahía de Hudson hasta Fort George en la costa norte de Quebec, donde debía hacer unas diligencias relativas a su trabajo. Sala aceptó, pero el viaje fue incómodo. Durante el transcurso del mismo un angustiado inuit le repetía constantemente a Riddell: «Soy una mala persona» sin especificar los motivos, mientras soportaban ventiscas perennes de nieve, temperaturas largamente bajo el punto de congelación y atravesaban un medio ambiente tan hostil que no se podía discernir dónde terminaba el hielo, o comenzaba el cielo. Una vez llegados, Sala finalmente se quebró y fue a buscar a su viejo conocido Harold Udgaarten, empleado de larga data de la Compañía de la Bahía de Hudson en Fort George, para hacerle una confesión: había asesinado a tres personas.
Puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson en Fort George, Quebec, en 1888. 53 años más tarde, dentro de estas paredes, la confesión de Peter Sala viajaría de costa a costa a través de Canadá teniendo eco incluso fuera de sus fronteras.

Coronavirus y Fronteras: las parejas que se casaron junto a un límite internacional para que pudieran acudir invitados de los dos países

Pasan los meses tras el estallido de la pandemia y muchas fronteras siguen cerradas por todo el mundo. Una de ellas es la de Estados Unidos y Canadá. Con la epidemia todavía por controlar en gran parte del país el cierre del límite común se prolongará al menos hasta el 21 de diciembre, sumando así casi nueve meses de bloqueo. Los trastornos que este prolongado cierre fronterizo está conllevando son numerosos, y el de hoy, aunque pueda parecer menor, en realidad no lo es tanto.

Nuestra pareja protagonista de hoy saluda a la sección internacional de los invitados a su boda (Q961)

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Ocean Falls, de cómo una colonia industrial de hace un siglo acabó convertida en pueblo fantasma y granja ecológica… de bitcoins

El autor de este blog está moderadamente ocupado debido a sus obligaciones laborales y familiares, pero por suerte para ese individuo que habla de sí mismo en tercera persona, este rincón de la red tiene unos lectores que no se merece. Entre esos lectores está Santiago Cuadro, uruguayo de Montevideo, que acudió allá por el mes de agosto al rescate de la sequía escribidora del dueño del lugar, con esta fantástica historia de papel, presas, salmones y bitcoins y que hoy, tres semanas largas después, ve la luz para el gozo y disfrute generalizado de la exigua pero no por ello menos disfuncional comunidad fronteróloga.

Llamarle “terminal” a la casilla de madera de cinco por tres metros que se yergue sobre una explanada vacía quizá sea hasta pretencioso, pero es lo que es. Es el puesto de avanzada de una civilización que, otra vez más, perdió la pelea contra la exuberante e indómita naturaleza de la costa de la Columbia Británica, en el Pacífico canadiense; y mal que bien, permanece al filo de sus dominios como símbolo de la tozudez del Hombre cuando ve oportunidades de negocios. Como parte de una vastísima tradición de pueblos fantasma donde el diablo perdió el poncho en este grandioso blog, este es mi humilde aporte a Fronteras. Bienvenidos a Ocean Falls, British Columbia.

«Hogar de la gente de la lluvia»

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Coronavirus y fronteras: cuando tu vida está al otro lado de la raya

No hace ni seis meses que el Coronavirus se convirtió en una pandemia mundial, aunque parezca que hayan pasado años. La primera víctima del virus allá por el mes de marzo fue la movilidad entre países. Una tras otra, la práctica totalidad de las naciones del mundo cerraron sus fronteras para cualquier tráfico no esencial. Verjas y muros se alzaron donde antes sólo había líneas pintadas con desgana en el suelo y carteles azuleando por el tiempo, y parejas y familias quedaron separadas de forma en ocasiones traumática. Y luego está la historia de Ronnie Olynyk, el protagonista de nuestra crónica de hoy, Ronnie, un chaval de 19 años, lleva cinco meses sin ver a su pandilla de amigos, o, para el caso, a cualquier otra persona de su edad, por culpa del virus. Ronnie vive en Hyder, un pueblo de Alaska pegado a la frontera de Canadá. Hay una carretera que une su pueblo al resto del mundo, pero termina justo al otro lado de la raya.

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Vieja Zelanda, Vieja York y otros Viejos de los Nuevos

Hace unos años instalamos un mapamundi con dibujitos en la pared del cuarto de mi hijo mayor. Sobre cada país aparece su bandera y, si cabe, algún monumento típico. La Torre Eiffel, la Sagrada Familia, un guardia montado del Canadá, cosas así. Un buen día Diego Jr. me hizo la pregunta que todo padre teme: «Papá, si hay una Nueva Zelanda, ¿dónde está la vieja?». Y eso es lo que vamos a ver hoy.

Vieja Zelanda

El primer nombre europeo para Nueva Zelanda fue «Staates Land»; se lo puso en 1642 el holandés Abel Tasman, a quién recordarán de otras islas australes como Tasmania, y homenajea al Parlamento Neerlandés. Los cartógrafos que dibujaron los primeros mapas de las islas unos pocos años más tarade, sin embargo, escogieron el nombre de Nueva Zelanda en homenaje a la provincia de Zelanda, una de las doce que hoy componen el país.

Mapa de la provincia de Zelanda, al suroeste de los Países Bajos

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Trans Taiga, la carretera del fin del mundo

Existe una carretera que partiendo de ningún sitio, termina en medio de ninguna parte. Tiene 666 kilómetros de largo y la única manera de salir de allí una vez has entrado es volver sobre tus propias huellas. Si te atreves a recorrerla, es muy probable que no te encuentres con nadie por el camino. En realidad, si por azar te cruzas con alguien es muy probable que desees no haberlo hecho. Y si tienes un problema mientras la recorres tus posibilidades de supervivencia, lamento decirlo, son más reducidas de lo que te gustaría escuchar. Es, posiblemente, la carretera más solitaria y aislada del planeta Tierra. La carretera Trans Taiga.

Axel Drainville | Flickr

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Slow TV. Viajar desde casa a ritmo real

El 1 de enero de 2019 la televisión de la región española de Aragón emitió un programa de cuatro horas de duración titulado «El viaje». La producción consistía en la grabación a tiempo real de una única cámara montada en la locomotora de un tren viajando entre las estaciones de Zaragoza y Canfranc, en los Pirineos. 218 kilómetros en vías sin electrificar, sin más acompañamiento sonoro que el del propio tren haciendo clan clan sobre los raíles. Ni montaje, ni banda sonora, ni narración. Nada. Pese a lo inacostumbrado de la propuesta, un 7% de la audiencia acompañó la emisión, una cifra por encima de los números habituales de la cadena. Fue el primer (y hasta hace un par de semanas único) episodio español de lo que se ha dado en llamar Slow TV, televisión lenta, un fenómeno que apareció hace una década en Noruega y que hace tiempo que colonizó Youtube.

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Despegar en 2020, aterrizar en 2019. Los vuelos de nochevieja que viajan en el tiempo

El 30 de diciembre de 2009, hace hoy justo diez años, se celebró en Samoa el día que no existió. Para ajustar su fecha con la de sus principales socios comerciales (Australia y Nueva Zelanda) el pequeño país insular se saltó aquel día, y después del 29 de diciembre vino el 31 del mismo mes. Al hacerlo sucedieron dos cosas: una, que Samoa se convirtió en el país que más pronto recibe cada día (y por tanto cada año), y dos, que Samoa Americana, un archipiélago perteneciente a Estados Unidos situado a 100 kilómetros al este, quedó con una diferencia horaria de nada menos que 25 horas (24 en el invierno austral). Es decir, Samoa y la Samoa Americana viven permanentemente en dos días distintos (y durante una hora al día, con dos fechas de diferencia). Esto hace que tomar un vuelo de una a otra suponga necesariamente cambiar de fecha, puesto que la línea de cambio de ídem pasa justo entre los dos países. Es una manera muy buena de celebrar dos veces el propio cumpleaños. Si el vuelo se toma el 1 de enero desde la Samoa independiente, el cambio no es sólo de fecha sino también de año: la fecha del aterrizaje es un día anterior a la del despegue, de manera que se despega en 2020 y se aterriza en 2019. Uno puede celebrar dos cotillones con barra libre consecutivos, y con suerte sobrevivir para contarlo. Pero el viaje entre las dos Samoas no es la única manera de viajar en el tiempo. Hoy en Fronteras vamos a repasar todos los vuelos que despegarán el 1 de enero de 2020 y aterrizarán el 31 de diciembre de 2019.

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Antología de la toponimia triste

¿Quién le pone los nombres a los sitios? ¿Y por qué? La toponimia en muchas ocasiones no es más que un reflejo de la Historia. No necesariamente de la Historia del lugar, eso sí. Las Islas Salomón se llaman así porque Álvaro de Mendaña, el español que les dio su actual nombre, estaba convencido de que eran ricas como el viejo personaje bíblico. Canadá, según el investigador de la Universidad de Vermont Juan Francisco Maura, tiene su origen en la palabra española Cañada, como el estado de Montana lo tiene en la palabra Montaña. Más de veinte países, entre otros Filipinas, Colombia, las Islas Marshall, China o Kiribati, deben su nombre a una persona concreta (en los casos citados anteriormente, Felipe II, Cristóbal Colón, John Marshall, el emperador Quin y Thomas Gilbert). Siempre, o casi siempre, hay un por qué para el nombre de los lugares. Puede tratarse, como en el famoso caso de los lagos «Another Lake» y «And Another Lake», de puro aburrimiento topográfico, o, como sucede con las islas Árticas o algunos estados de Australia, homenaje o peloteo a patrocinadores y mandatarios. A veces, sin embargo, el nombre de un lugar despierta asociaciones mentales que pueden tener o no que ver con la realidad física del territorio al que nombra. Son lugares en los mapas que nos inspiran sentimientos, bien porque los asociamos con productos culturales o leyendas (Tombuctú, Samarkanda) o, simplemente porque el nombre es la expresión de un sentimiento. Los lugares que hoy vamos a visitar se caracterizan por su toponimia alicaída, deprimente, afligida o contrita. También visitaremos lugares con nombres oscuros, siniestros o infaustos. Porque la geografía también puede ser inquietante. Seguir leyendo

La España canadiense

De todas las maravillas naturales que hay en Canadá, la más conocida fuera de sus fronteras son las Cataratas del Niágara. Situadas junto a la frontera entre el estado de Nueva York y la provincia de Ontario, reciben cada año la escandalosa cifra de 30 millones de visitantes, que se suben en alguno de los muchos barquitos llamados Maid of the Mist, la Dama del Rocío, y que hace cosa de diez años ya fueron protagonistas en este blog. Mucho menos conocido es el teleférico que apenas a unos kilómetros corriente abajo, cruza sobre un remolino bastante profundo que se forma en un recodo del Niágara. El teleférico mide 500 metros de largo y cruza cuatro veces la frontera en cada viaje, aunque empieza y termina en Canadá. En su día cumplió una función de transporte de pasajeros, pero hoy sólo funciona como atracción turística. Los locales lo conocen con dos nombres diferentes perfectamente intercambiables: Whirpool Aero Car (Teleférico del Remolino) o, más comúnmente, Spanish Aerocar. ¿Por qué español? Pues porque el diseño y la construcción corrieron a cargo de españoles. El Teleférico Español nos va a servir como punto de partida para recorrer la España Canadiense, o el Canadá español, como queramos verlo.

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El Spanish Aerocar sobrevolando el Remolino del Niágara (fuente)

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