Dos mil veinte pasó a la historia como el año de la pandemia, o el año del Coronavirus. No ha habido ningún otro año desde la Segunda Guerra Mundial tan marcado por un único acontecimiento a nivel planetario, que haya afectado a tantos países, tantos sectores y tantas personas simultáneamente. Con todo, hay varias naciones que, un año después del comienzo de la pandemia, siguen sin reportar un único caso de Coronavirus. ¿Cómo lo han hecho? Vamos a echar un vistazo.
Países y regiones con menos de 100 casos detectados de Covid-19. En verde oscuro, las que no han declarado ninguno hasta ahora (clic en la imagen para ampliar).
Pasan los meses tras el estallido de la pandemia y muchas fronteras siguen cerradas por todo el mundo. Una de ellas es la de Estados Unidos y Canadá. Con la epidemia todavía por controlar en gran parte del país el cierre del límite común se prolongará al menos hasta el 21 de diciembre, sumando así casi nueve meses de bloqueo. Los trastornos que este prolongado cierre fronterizo está conllevando son numerosos, y el de hoy, aunque pueda parecer menor, en realidad no lo es tanto.
Nuestra pareja protagonista de hoy saluda a la sección internacional de los invitados a su boda (Q961)
El 20 de enero de 2020 el crucero Diamond Princess abandonó el puerto de Yokohama con 2.666 pasajeros a bordo, además de 1.045 miembros de la tripulación. Entre los pasajeros iba un hombre de 80 años, natural de Hong Kong, que había estado en Shenzen, justo al otro lado de la frontera de la ex colonia con la China continental, apenas unos días antes de volar a Yokohama. Cinco días después, y con los síntomas típicos de un resfriado leve, el hombre abandonó el barco al pasar este por su lugar de residencia. El crucero continuó su viaje sin incidentes, pasando entre otros lugares por Taiwán, hasta el 1 de febrero. Ese día, nuestro pasajero hongkonés acudió al hospital con un cuadro de fiebre alta e insuficiencia respiratoria, y le realizaron una prueba PCR para detectar una infección por Covid-19, que resultó ser positiva. La información llegó ese mismo día al Diamond Princess, que fue puesto en cuarentena en el puerto de Okinawa. Pocos días después, el buque era el lugar del mundo con más contagios detectados después de China. Comenzaba así una pesadilla para todas las compañías de cruceros del mundo, que no sólo aún no ha terminado sino que tampoco tiene pinta de ir a hacerlo pronto.
Personal médico entrando al Diamond Princess en febrero (NPR)
No hace ni seis meses que el Coronavirus se convirtió en una pandemia mundial, aunque parezca que hayan pasado años. La primera víctima del virus allá por el mes de marzo fue la movilidad entre países. Una tras otra, la práctica totalidad de las naciones del mundo cerraron sus fronteras para cualquier tráfico no esencial. Verjas y muros se alzaron donde antes sólo había líneas pintadas con desgana en el suelo y carteles azuleando por el tiempo, y parejas y familias quedaron separadas de forma en ocasiones traumática. Y luego está la historia de Ronnie Olynyk, el protagonista de nuestra crónica de hoy, Ronnie, un chaval de 19 años, lleva cinco meses sin ver a su pandilla de amigos, o, para el caso, a cualquier otra persona de su edad, por culpa del virus. Ronnie vive en Hyder, un pueblo de Alaska pegado a la frontera de Canadá. Hay una carretera que une su pueblo al resto del mundo, pero termina justo al otro lado de la raya.
Toda frontera es por definición arbitraria y en general supone una agresión al territorio donde se encuentra, un hachazo que divide el mundo en «nosotros» y «ellos». Son necesarias y lo seguirán siendo mucho tiempo, pero no dejan de ser molestas. La pandemia provocada por el Covid-19 provocó el regreso de las fronteras internas de la Comunidad Europea, algo que no sucedía a esta escala desde mediados de los 90. Un cuarto de siglo de relajación fronteriza había propiciado una serie de facilidades limítrofes que desaparecieron de la noche a la mañana, dejando un reguero de multas, ciudadanos enfadados e historias curiosas. Repasemos algunas
Frontera francoespañola en Irún, cerrada por la crisis del Coronavirus (cortesía de Itziar Sistiaga y Virginia Gil)
Mañana, 2 de mayo, entra en vigor la primera fase del desconfinamiento en España. Según las normas que el gobierno anunció ayer en rueda de prensa, se podrá salir a hacer deporte entre las 6 y las 10 de la mañana, y también entre las 20 y las 23 horas, pero siempre, atención, dentro de los límites del municipio. Para un madrileño o un barcelonés la medida es perfecta, no digamos para un cacereño o un lorquino, con municipios que sobrepasan de largo el millar de kilómetros cuadrados, pero si nos vamos al extremo opuesto encontraremos casos que, de atenernos a la ley (en el mundo real es de esperar cierta flexibilidad) no podrían salir a correr más allá de unas pocas decenas de metros desde sus casas. Repasemos la lista de los pueblos españoles con menos de un kilómetro cuadrado:
15.- Puente del Arzobispo (Toledo) y Palmera (Valencia): 0,98 km2
La primera pregunta que uno se hace ante municipios más pequeños que algunas manzanas del Ensanche barcelonés es la que Mourinho se hacía ante la UEFA: ¿Por qué? En algunos casos la respuesta es simple. Puente del Arzobispo existe porque un Arzobispo mandó construir un puente, y quiso que las obras fueran supervisadas desde una villa, así que segregó un trocito de Alcolea de Tajo para concederle esas tierras al nuevo municipio, que cuenta hoy con más de 1.200 habitantes. En el caso de Palmera, la época islámica dejó microseñoríos aquí y allá que hoy son municipios minúsculos. Sólo en la comarca de La Safor, a la que pertenece Palmera, hay 13 municipios por debajo de los 4 km2, de los que Palmera ni siquiera es el más pequeño. Ni el segundo.
Puente del Arzobispo, una mota en el mapa pegada a Extremadura
[A]hora las medidas que ha traído el coronavirus suponen otro cúmulo de contradicciones para Baarle que se enfrenta a una situación algo más enrevesada. El gobierno belga decretó el cierre de todas las actividades comerciales no esenciales y el confinamiento obligatorio de la población en sus casas, mientras que en el país de los tulipanes se ha implantado un sistema de confinamiento inteligente, basado en la auto-disciplina y en la auto-regulación con medidas que permiten que muchas tiendas y restaurantes con servicio a domicilio permanezcan abiertos.
A la hora de hacer la compra, antes de que la Covid-19 fuera una realidad, todos solían acudir a supermercados holandeses, por la diferencia de precios. Ahora, a los de Baarle- Hertog, cuenta Ivo Verhees, se les permite “comprar comida en los supermercados holandeses porque no tienen otra posibilidad. Sin embargo, los belgas que viven en las cercanías, fuera de los límites del pueblo, no pueden acudir a sus tiendas porque tendrían que atravesar la frontera holandesa y ya no se les concede el derecho a beneficiarse de ese margen”. Inevitablemente este aislamiento esta afectando notablemente al comercio, en el supermercado donde él hace la compra regularmente “ha provocado que las ventas desciendan un 30%” según le contaba un responsable.
Natalia Martínez es una enamorada de Baarle que descubrió este blog mientras buscaba información sobre el lugar. Ayer publicó en el diario La Vanguardia una crónica de cómo se enfrentan al cierre fronterizo en un lugar cuyas calles están tatuadas por la frontera, y yo os lo traigo aqui para que lo disfrutéis: El pueblo belga de la mantequilla holandesa.
En la frontera entre Suiza e Italia está el Monte Cervino, conocido a menudo por su nombre en alemán: Matterhorn. Con casi 4.500 metros de alto, su silueta piramidal destaca tanto sobre el resto de la cordillera alpina y resulta tan fotogénica que los suizos lo consideran uno de sus símbolos nacionales. A sus pies se encuentra el pueblo de Zermatt, un paraíso para esquiadores y montañeros, que estos días ha decidido promocionarse de una manera muy especial: convirtiendo la cima del Matterhorn en una pantalla de proyección que difunda esperanza al mundo.
Inga Rasmussen y Karsten Hansen se conocieron hace un par de años en un viaje para la tercera edad. Ella es danesa, tiene 85 años y vive en Gallehus, a siete kilómetros de la frontera con Alemania. Él, claro, es alemán, cuenta ya 89 tacos de calendario y también vive a siete kilómetros de la frontera, pero del otro lado, en el pueblo de Süderlügum. Desde que se conocieron han pasado muchas horas juntos, han hecho más viajes y han procurado verse a diario. Y entonces llegó el Coronavirus.
El puñetero bicho que tiene a un par de miles de millones de personas confinadas en su casa ha tenido una serie de efectos colaterales que marcarán la década de los veinte hasta extremos que aún no somos capaces de imaginar. Uno de esos efectos es el absoluto desplome del tráfico aéreo en todo el mundo, con compañías gigantes dejando en tierra toda o casi toda su flota. Un día cualquiera de diciembre de 2019 había en cada momento veinte o treinta mil aviones en el aire; la inmensa mayoría de ellos (casi todos los de pasajeros) están ahora abarrotando aeropuertos de todo el mundo, esperando a que escampe, dejándonos imágenes tan espectaculares como inquietantes. Pero nos queda la esperanza: volverán a volar, volveremos a subirnos a un avión, y el mundo volverá a hacerse pequeño.
Aviones de British Airways en el aeropuerto de Bournemouth, en Inglaterra