Viena y la incineradora de basuras más bonita del mundo

En los años del cambio de siglo Viena era lo que podríamos llamar the place to be, el lugar en el que había que estar para ser alguien en cualquier campo. En la ciudad estuvieron viviendo Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, los compositores Johann Strauss y Gustav Mahler, los pintores Gustav Klimt y Oskar Kokoschka, y también tres figuras claves en la historia del siglo XX: Hitler, Stalin y Trotski. En medio del florecimiento cultural, filosófico y político que se dio en la capital del Imperio Austrohúngaro en los años anteriores a la primera guerra mundial, no es de extrañar que naciera también un estilo artístico y arquitectónico propio: la Secesión; la variante austríaca del modernismo que conquistó Europa durante la Belle Epoque. Sin embargo, el edificio más bonito de la ciudad no es un palacio, ni la ópera, ni la residencia de algún burgués. Ni siquiera el café donde Franz Sacher inventó la tarta que lleva su nombre. La construcción más singular de la antigua capital de un imperio es de lo más prosaico: una incineradora de basuras.

Prometo que eso es lo que digo que es y no un castillo de Disneylandia

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Makedonium: el Coronavirus de hormigón

Según el visitante asciende por la rampa de acceso el monumento emerge tras los árboles, como un sol hecho de cemento. Por el camino se dejan atrás esculturas extrañas, surgidas no sólo de otra época, sino quizás de otro planeta. Cuando termina el ascenso, el Makedonium se alza ante el visitante en todo su esplendor. Una figura tan improbable como sólida, tan contundente como liviana, depositada en lo alto de la colina por una civilización extraterrestre. Un coronavirus, pero de hormigón blanco y refulgente.

The Spomenikest

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Spomeniks, la Yugoslavia cósmica de hormigón

Suelen estar en mitad de ninguna parte. Enormes pedazos de hormigón en remotos campos de cultivo o colinas alejadas de cualquier lugar civilizado. Sus formas parecen sacadas de una película de ciencia ficción, y parecen algo que una civilización extraterrestre hubiera olvidado allí inadvertidamente. Los hay por todas las repúblicas de la antigua Yugoslavia. Para el ojo poco acostumbrado del visitante ocasional, simplemente no tienen sentido. Pero tienen un significado real y profundo, que combinado con su estética vanguardista inconfundible, los hacen fascinantes. Son los Spomeniks. La Yugoslavia cósmica de hormigón armado.

Monumento a la Revolución Popular de Moslavina, en Pódgaric, Croacia, y un señor ahí para hacer de escala

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España Bizarra: Capricho de Cotrina, el castillo alucinógeno que un albañil autodidacta construyó para su hija

En un rincón apartado de Extremadura hay una casa de campo absolutamente estupefaciente, como si Gaudí se hubiera metido un tripi después de ir a la sesión de noche del Sónar. Su autor no es un reputado estudio de arquitectura, sino un albañil autodidacta, don Francisco González Grajera, que cuando su hija le pidió que la casa de campo que iba a construir fuera especial, se sacó de la manga una fantasía de curvas, colores y trencadís. El Capricho de Cotrina

Esto no se lo ha inventado la IA

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Cómo me enamoré de Skopje, la capital más absurda de Europa

Skopje es un pastiche. Todas las ciudades lo son en mayor o menor medida, la suma de diferentes épocas, visiones urbanísticas y corrientes arquitectónicas, pero la capital de Macedonia concentra una cantidad tal de incongruencias e incoherencias en un espacio tan pequeño que cuando uno camina por sus calles lo único que puede hacer es reírse y disfrutar como un maníaco. Si las ciudades fueran personas, Skopje sería tu amiga la rarita ciclotímica con un pasado emo del que nunca habla y ciertas cicatrices sospechosas en las muñecas, pero que por alguna razón es increíblemente alegre y vive cada día como si fuera el último. Es completamente absurda pero por esa misma razón es imposible no quererla. Hoy en Fronteras: Skopje (se pronuncia Escopia)

Banderas, estatuas y una cruz descomunal. Skopje in a nutshell

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Australian Big Things, las atracciones de carretera absurdas de las cunetas y áreas de servicio australianas

Australia es famosa por ser el hogar del 90% de las cosas venenosas del mundo; su eslógan no oficial es «donde todo quiere matarte«. Todo en Australia es superlativo, las distancias, las superficies, la fauna, la flora y las cosas que construyen en mitad del campo. Y las cunetas de sus carreteras no podían ser menos. Las carreteras australianas son memorables por muchas razones, no pocas de las cuales están relacionadas con su desmesurada longitud, su no menos descomunal aislamiento y por lo legendario de algunos de los lugares que atraviesa. Pero en los márgenes de las interminables cintas de asfalto del Down Under encontramos auténticos tesoros. Una larga serie de esculturas entre lo pop y lo kitsch saludan a los viajeros con sus vivos colores y sus extravagancias, generalmente con la intención de hacer que el automovilista o camionero detenga su máquina y se gaste unos pocos dólares en el lugar. Con el tiempo las esculturas, dispersas por todo el inmenso territorio australiano, devinieron en objetos de culto y veneración entre los friquis del lugar, y fueron denominadas conjuntamente como Big Things, o Cosas Grandes. Hoy vamos a ver las mejores Cosas Grandes de Australia. 

En Australia todo puede matarte, pero lo primero que murió fue el buen gusto

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Casey, el pequeño pueblo de las cosas grandes

El road trip, el largo viaje por carretera por placer u obligación, es un invento norteamericano; aunque en 1913 se estableció la primera carretera transcontinental (la Lincoln Highway), no fue hasta los años 3o cuando comenzó a ser posible viajar de forma relativamente rápida (menos de dos semanas) entre ambas costas, y hasta después de la II Guerra Mundial cuando el concepto se popularizó. Entre 1945 y 1960 el número de automóviles circulando por las carreteras de Estados Unidos se multiplicó por tres, pasando de 25 a 75 millones, y en una época en la que el Sistema de Interestatales no existía o estaba todavía en pañales, la mayoría de las carreteras  eran de un carril por sentido y cruzaban el downtown de pueblos y ciudades. Muchos lugares intentaron agarrar su parte del pastel del incipiente turismo instalando todo tipo de atracciones que llamaran la atención del viajero para así animarle a detenerse un rato y dejarse unos dólares. Así aparecieron lo que en inglés llaman Roadside Attractions o iconos de carretera, esculturas, edificios, muñecos gigantes o cualquier cosa que haga que el señor y la señora Smith detengan su coche, liberen a los niños del asiento trasero y se dejen unos pocos billetes allí. Si hay un lugar donde esa clase de expresión artística profundamente kitsch ha alcanzado su máxima expresión es Casey, Illinois.

La mecedora más grande del mundo junto a carteles indicadores del resto de récords mundiales (fuente)

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Las paradas de autobús, el secreto inesperado de las carreteras soviéticas

Cuando uno piensa en «arquitectura soviética» lo primero que le viene a la cabeza son grises y monótonos bloques de hormigón alineados como si fueran parte de un desfile norcoreano. Pero en la felizmente extinta URSS pueden encontrarse rincones donde la creatividad se desbordaba. No en grandes palacios de congresos o mastodónticos edificios gubernamentales sino en pequeñas marquesinas de autobús dispersas aquí y allá por todo el vasto territorio del imperio soviético. El fotógrafo canadiense Christopher Herwig descubrió este fascinante microcosmos viajando en bicicleta de Londres a San Petesburgo, allá por el año 2002. Durante la siguiente década recorrió más de treinta mil kilómetros en catorce países, de Estonia a Georgia y de Moldavia a Kirguistán, buscando esas pequeñas explosiones de imaginación en las cunetas de los caminos soviéticos.

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Gagra, Abjasia (Georgia)

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Iconos de la carretera: Mazinger Z en Tarragona

La historia la destapó hace ya años Fogonazos (aunque yo la leí por vez primera en el legendario blog de Javi Moya), haciéndose eco de un persistente rumor que circulaba por la Internet hispana. En un pueblo de la provincia de Tarragona, aproximadamente a 110 kilómetros de Barcelona, se encontraba un Mazinger Z de proporciones colosales, en mitad de una urbanización supuestamente abandonada. Inmediatamente la noticia corrió como la pólvora por todas las cuevas de otakus y frikis de todo pelaje, que acudieron en manada a visitar tan extraño lugar, que había pasado desapercibido durante décadas. Fronteras no iba a ser menos, así que ahí va la historia de este semidesconocido icono de las carreteras españolas.

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Una tienda de Prada en mitad de ninguna parte

Marfa es un pueblo en mitad del desierto de Texas. Con sus poco más de dos mil habitantes no tiene pinta de ser un lugar muy animado, pero el caso es que es conocido más allá de lo que sería normal para un poblado de sus características. Marfa es en Texas algo así como Bélmez en España, un sitio donde los magufos afirman que suceden «cosas inquietantes e inexplicables», luces que se aparecen sin que los que las ven puedan dar una explicación, y cosas así. Pero en Marfa no solo hay gente crédula, si no no sería interesante en absoluto. El pueblo se encuentra a unos cien kilómetros de la frontera mexicana, y a una media hora en coche de la localidad más cercana, Valentine, una polvorienta aldea de 187 habitantes. El paisaje alrededor de Marfa es el típico de las llanuras semidesérticas texanas, polvo, arbustos y poco más. Sin embargo, a pocos kilómetros de Valentine, en un lugar desolado por completo, uno de esos sitios donde si te pones en cuclillas eres lo más alto en cinco kilómetros a la redonda, encontramos esto:

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Una tienda de Prada en mitad de ninguna parte

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