La caída de la URSS y la consiguiente descolonización de todos los territorios que habían permanecido bajo el dominio de Moscú durante siete décadas no se hizo de manera precisamente pacífica. Decenas de conflictos y guerras aparecieron por doquier, en buena parte alimentados por el trazado arbitrario de muchas fronteras durante los años de ocupación soviética, pensado no para facilitar la convivencia o la administración, sino para hacer más sencillo el dominio del territorio y la población por parte de las autoridades. Uno de los lugares donde más fácil de percibir esto es en el Valle de Ferganá, donde se encuentran, se retuercen y se entrelazan las fronteras de tres antiguas repúblicas soviéticas: Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán.
Mapa de las fronteras en la zona del valle de Ferganá; el término técnico anglosajón en ciencia geográfica para esto es «What the actual flying fuck» (Wikiimedia Commons)
Los nombres de los lugares pueden tener una significación meramente geográfica o administrativa (Villanueva, Capital City, cosas así), pero lo habitual es que por si mismos pretendan explicar alguna historia, normalmente mucho más emparentada con el mito que con la realidad, algo que comparte con esa forma literaria que solemos llamar «Historia», con mayúscula. Así pues, los nombres de los sitios tienen su importancia dentro del orden de las cosas, y un cambio político o social puede conllevar también el cambio de nombre de una ciudad. También la aparición de resentimientos u odios contra otros países: en Australia docenas de lugares cambiaron de nombre durante la I Guerra Mundial por ser demasiado germánicos. También pasó en Canadá. La casa de Windsor, la monarquía reinante en Gran Bretaña y otros 16 países, era conocida hasta 1917 como Casa de Sajonia-Coburgo y Gotha. La guerra cambió muchos nombres, además de muchos mapas. El caso más reciente de cambio de nombre se dio la semana pasada, y es el de la capital de Kazajistán, conocida hasta ahora como Astaná, pero que antes tuvo al menos otros dos nombres. En el último siglo más de una docena de capitales nacionales han cambiado de nombre, por muchas y diferentes razones, relacionadas generalmente con cambios de régimen o cultos a la personalidad.
Kristiana –> Oslo (1925, Noruega)
Oslo se llamó así hasta 1624 cuando un incendio destruyó gran parte de la ciudad. Noruega por entonces era parte de Dinamarca y el rey danés Christian IV ordenó su reconstrucción y el cambio de nombre a su mayor gloria. Posteriormente Dinamarca le cedió el territorio noruego a Suecia hasta que en 1905 el país se independizó. Entre medias Christiania empezó a escribirse Kristiania porque así son las lenguas, raras en su evolución. En 1924 se celebró el tercer centenario de la ciudad y se decidió que llevar en la capital el nombre de un monarca extranjero no era buena idea, así que se retornó al nombre original de la capital.
Cuando uno piensa en «arquitectura soviética» lo primero que le viene a la cabeza son grises y monótonos bloques de hormigón alineados como si fueran parte de un desfile norcoreano. Pero en la felizmente extinta URSS pueden encontrarse rincones donde la creatividad se desbordaba. No en grandes palacios de congresos o mastodónticos edificios gubernamentales sino en pequeñas marquesinas de autobús dispersas aquí y allá por todo el vasto territorio del imperio soviético. El fotógrafo canadiense Christopher Herwig descubrió este fascinante microcosmos viajando en bicicleta de Londres a San Petesburgo, allá por el año 2002. Durante la siguiente década recorrió más de treinta mil kilómetros en catorce países, de Estonia a Georgia y de Moldavia a Kirguistán, buscando esas pequeñas explosiones de imaginación en las cunetas de los caminos soviéticos.
El otro día, atormentado por la culpa que me invade cuando estoy tres o cuatro semanas sin publicar, y ante la perspectiva de que septiembre transcurriera plácidamente en toda su integridad sin yo haber lanzado al mundo una sola línea en este su blog fronterizo (algo que podría provocar horribles ataques de ansiedad entre mis innumerables lectores), publiqué una entrada bastante breve comparando las siluetas del Lago Míchigan y Suecia, que son divertidamente parecidas. La idea, como no tardó en adivinar uno de los lectores más veteranos de este blog, la tomé de un libro que recomiendo desde ya a todos los amantes de la geografía recreativa (y si estás leyendo este blog tienes muchas papeletas para serlo): Un mapa en la cabeza, de Ken Jennings. El caso es que pregunté si a alguien se le ocurría alguna más, y vaya que sí. El mundo es raro y la geografía caprichosa, y es fascinante cómo regiones que obviamente no tienen nada que ver entre sí son terriblemente parecidas. Ahí van unas cuantas:
Una frontera es una línea imaginaria que separa dos estados, dos países, dos legislaciones, y a veces dos idiomas, dos modos de vida o dos sistemas antagónicos. En muchas ocasiones, la frontera también es una línea imaginaria pero muy real que separa la riqueza de la miseria, la abundancia de la escasez y el futuro de la desesperanza. Hoy vamos a recorrer los abismos económicos que separan países contiguos, los precipicios de la renta per cápita por los que se despeñan las esperanzas de la gente. Al otro lado de la verja son más ricos.
Los primeros años de la década de los noventa fueron pródigos en nacimientos de nuevas naciones e independencias variadas. Las hubo traumáticas, sencillas, con guerras, pactadas de antemano, inevitables… de todo. Los desmembramientos de la Unión Soviética y de Yugoslavia (mucho más traumático el segundo que el primero) hicieron brotar los países como setas. Para los escolares de la época, eso supuso que la cosa no era «Rusia capital Moscú» y santas pascuas, sino que de repente aparecían ciudades impronunciables como Dushanbé, Chisinau o Bishkek, capitales de países en ocasiones no sólo impronunciables sino completamente intercambiables unos con otros.
El mundo en 1989 (click para ampliar). Durante la siguiente década, las violentas convulsiones en Europa y Asia relacionadas con el desplome del llamado socialismo real provocaron el nacimiento de docena y media de nuevas naciones.