El antropólogo francés Marc Augé definió en cierta ocasión los aeropuertos como no-lugares, sitios de paso, meros trámites, tránsitos obligatorios pero insípidos, neutros, que nada aportan al que los visita. Englobaba en la misma categoría las habitaciones de hotel, las autopistas, los supermercados y en general esos lugares rutinarios que cruzamos sin detenernos camino de nuestro verdadero destino, sea el que sea. Los aeropuertos son un espacio donde centenares de miles de historias individuales convergen a diario, ignorándose mutuamente. Para la mayoría, la estancia en el aeropuerto es una obligación engorrosa, agravada con las cada vez más estrictas medidas de seguridad. Para otros un aeropuerto sigue siendo una aventura, una oportunidad de ver y hacer algo distinto, un sitio capaz de provocar mariposas en el estómago. Para algunos elegidos el aeropuerto es su lugar de trabajo, su obra, su oficina. Y para unos cuantos desafortunados, el aeropuerto es su casa, el lugar donde duermen, o incluso donde viven todo el día. Las razones que pueden llevar a alguien a residir de forma permanente o temporal en un aeropuerto van desde lo risible hasta lo trágico. Hoy vamos a repasar las historias de diez de estas personas.
Tokio
Tormentas de fuego: cuando todo arde
La noche del 8 de octubre de 1871 fue, con toda probabilidad, una de las peores de la historia de la por entonces joven nación estadounidense. En un periodo de apenas unas horas, y sin aparente conexión entre sí, media docena de descomunales incendios azotaron las orillas de los lagos Míchigan y Hurón, provocando una enorme mortandad y calcinando hasta los cimientos docenas de pueblos. El más conocido de ellos fue el incendio de Chicago, que redujo a cenizas diez kilómetros cuadrados de ciudad y dejó sin hogar a casi un tercio de sus trescientos mil habitantes, además de matar a tres centenares de personas. Sin embargo, el incendio más letal no se produjo en el centro de una ciudad llena de gente sino en un remoto bosque apenas habitado. Dos mil personas murieron en el incendio de Peshtigo, un pueblecito maderero de Wisconsin, una tragedia que casi siglo y medio más tarde todavía figura como el incendio con mayor número de víctimas de la historia de Estados Unidos. La explicación a por qué un incendio forestal pudo dejar semejante reguero de cadáveres en media docena de localidades diferentes es un fenómeno que en inglés se conoce como firestorm: la tormenta de fuego.
Seis ciudades en dos continentes
Hay varios países que pertenecen a más de un continente, o que poseen territorios en varios continentes. Un caso evidente es el de Rusia, simultáneamente el país más grande de Europa y el país más grande de Asia (y el más grande del mundo, claro). En Europa tenemos varios casos. Dinamarca, país eminentemente europeo cuyo territorio americano (Groenlandia) es cincuenta veces más grande que la metrópoli, Turquía, situado entre Europa y Asia o España, o Ceuta y Melilla como bastiones africanos de España son algunos ejemplos. Egipto, por su parte, es un país afroasiático, al igual que Yemen, que posee varias islas en la costa africana. Francia es un caso especial, puesto que la metrópolis (dejando aparte colonias y asimilables) comprende territorios en tres continentes, Europa, América y África. Estados Unidos posee territorios en América (la inmensa mayoría), Oceanía (Hawai) y Asia (las Aleutianas orientales), además de algunas islas en Oceanía no incorporadas a la Unión. Y así hasta docena y media de países situados en varios continentes. Pero podemos ir más allá. En este blog hemos visto numerosas ciudades divididas entre dos países, pero hasta ahora nunca habíamos visto ninguna en dos continentes. A ello vamos
Monumento en el límite entre Europa y Asia, situado en los montes Urales a unos 40 kilómetros al oeste de Ekaterimburgo. Debajo, otro monumento similar en el Ártico, que también separa a las ciudades de Vorkutá y Salejard (fuente)