La ruta me llevaba, a veces, a aldeas cercanas a alguna frontera. Pero no muy a menudo, pues a medida que uno se aproximaba a la frontera, la tierra se volvía cada vez más desierta y menguaban las posibilidades de toparse con personas. Aquel vacío acentuaba el misterio de aquellos lugares. También me llamó la atención el silencio que reinaba en las zonas fronterizas. Aquel misterio unido al silencio me atraía y me intrigaba. Me sentía tentado a asomarme al otro lado, a ver qué había allí. Me preguntaba qué sensación se experimentaba al cruzar la frontera. ¿Qué sentía uno? ¿En qué pensaba? Debía de tratarse de un momento de gran emoción, de turbación, de tensión. ¿Cómo era ese otro lado? Seguro que diferente. Pero, ¿qué significaba “diferente”? ¿Qué aspecto tenía? ¿A qué se parecía? ¿Y si no se parecía a nada de lo que yo conocía y, por lo tanto, era algo incomprensible e inimaginable? Pero en el fondo, mi más ardiente deseo, mi anhelo tentador y torturador que no me dejaba tranquilo, era de lo más modesto, pues lo único que me intrigaba era ese instante concreto, ese paso, ese acto básico que encierra la expresión de cruzar la frontera. Cruzarla y volver enseguida, con eso –pensaba– me bastaría, saciaría esa inexplicable y, sin embargo, cuán acuciante sed psicológica.
Ryzsyard Kapuściński. Viajes con Herodoto. Del primer capítulo: Cruzar la frontera.
La fotografía está tomada en la ciudad polaca de Slubice, frente a la alemana de Fráncfort del Óder, y se la debemos a despod.