(Hace unos días: El último pueblo del mundo libre).
Mi pasión por las fronteras comenzó hace algo menos de dos años, cuando, con mucho insomnio y un ADSL de veinte megas por toda compañía, me dediqué noche tras noche a leer la Wikipedia, saltando de tema en tema como el que picotea en un bufé libre. Desde que leí entradas como la de Vaalserberg, o la triple frontera en las cataratas del Iguazú, quise poner un pie en un trifinium. Cuando en julio mi mujer y yo organizamos las vacaciones centroeuropeas (Praga, Viena y Budapest), ya sabía perfectamente lo cerca que quedaba la triple frontera de la autopista de Bratislava a la capital húngara. Así que, tras alquilar un coche en la Hertz de Praga, emprendimos el camino hacia Hungría, con escala en tres fronteras.
Sobre estas líneas, la frontera entre Chequia y Austria, camino de Viena. Debajo, otra vista del mismo lugar mirando hacia la República Checa, plagada de anuncios de casinos, prostíbulos y restaurantes. La zona fronteriza checa está llena de este tipo de establecimientos, además de decenas de gasolineras.