Julio de 1996. Hassanal Bolkiah cumple cincuenta años y decide darse un homenaje. En el aeropuerto de Bandar Seri Begawán aterriza un jet privado. De él se baja nada menos que Michael Jackson. Esa noche dará un concierto para el sultán, sus amigos, su familia y miles de ciudadanos escogidos cuidadosamente. El concierto es gratuíto, un regalo de cumpleaños del soberano para sus súbditos, pero el rey del pop no actúa precisamente por amor al arte. Su tarifa asciende a diecisiete millones de dólares. ¿Es mucho dinero? Habría que sumarle lo que cuesta construir un recinto con capacidad para miles de personas: el lugar donde se celebró el evento fue levantado específicamente para la ocasión. Es sólo una de las muchas excentricidades del Sultán de Brunéi, uno de los últimos monarcas absolutos del mundo, que dirige uno de los países más raros de la Tierra, y goza de una de las fortunas más grandes de la humanidad.
El nombre completo del país es Negara Brunei Darussalam, y el de su capital Bandar Seri Begawan. La pesadilla de las clases de geografía del instituto (PN)
La caída de la URSS y la consiguiente descolonización de todos los territorios que habían permanecido bajo el dominio de Moscú durante siete décadas no se hizo de manera precisamente pacífica. Decenas de conflictos y guerras aparecieron por doquier, en buena parte alimentados por el trazado arbitrario de muchas fronteras durante los años de ocupación soviética, pensado no para facilitar la convivencia o la administración, sino para hacer más sencillo el dominio del territorio y la población por parte de las autoridades. Uno de los lugares donde más fácil de percibir esto es en el Valle de Ferganá, donde se encuentran, se retuercen y se entrelazan las fronteras de tres antiguas repúblicas soviéticas: Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán.
Mapa de las fronteras en la zona del valle de Ferganá; el término técnico anglosajón en ciencia geográfica para esto es «What the actual flying fuck» (Wikiimedia Commons)
Trece de agosto de 1961. Antes de que salga el sol, tropas de la República Democrática Alemana arrancan los adoquines en todos los cruces entre la zona soviética de Berlín y el resto de zonas de la ciudad. Inmediatamente después instalan alambradas y barricadas para impedir cualquier tipo de tráfico. Batallones de trabajadores comienzan a colocar ladrillos, mientras los soldados impiden por la fuerza el cruce de la frontera. Así comienza la construcción del Muro de Berlín, la barrera que la Unión Soviética levantó para evitar que los ciudadanos alemanes bajo su control se fugaran al mundo libre. Tres días después un soldado germano oriental encargado de vigilar uno de los cruces decidió escapar de la prisión en la que estaban convirtiendo Berlín Oriental. La foto del soldado saltando sobre la concertina se convirtió en una de las más famosas de la historia. Su nombre era Conrad Schumann, y fue la primera persona conocida en fugarse de la Alemania del Este. Pero desde luego no sería la última. A lo largo de los siguientes 28 años los alemanes inventaron infinidad de métodos para escapar de la tiranía comunista, muchas veces con éxito, otras dejándose la vida por el camino. Esta es la historia de una de las más exitosas: los túneles bajo el Muro de Berlín.
«Salto a la libertad», la foto de Peter Leibing que simboliza la Guerra Fría
Togo y Benín son dos países limítrofes con una pequeña costa en el Golfo de Guinea. Sus huellas en el mapa son suficientemente similares para parecer territorios hermanos, como si alguien hubiera partido en dos un único país. Sobre el papel, ambos parecen tener una costa semejante, quizá ligeramente más larga la de Benín, pero si nos acercamos un poco en seguida detectamos algo raro: Benín le ha robado un tercio de su costa a Togo, a través de una estrechísima franja de terreno que, en su punto más angosto, apenas alcanza los setecientos metros de anchura. Hoy vamos a visitar Grand Popo, una de las curiosidades fronterizas más bizarras de África.
El concepto de frontera tal y como lo conocemos hoy día es inherente al concepto de Estado-Nación: una línea finísima que señaliza dónde empieza el poder de un gobierno y termina el de otro. En todo el planeta hay un cuarto de millón de kilómetros de fronteras; la cifra exacta depende de qué consideremos país y por tanto de cuántos países creamos que hay en el mundo. Y de esos doscientos cincuenta mil kilómetros de límites internacionales hay uno, y sólo uno, que supone un 0,00006% del total. 156 metros de límite entre Botsuana y Zambia. Hoy, en Fronteras, el puente de Kazungula, la frontera más corta del mundo.
Elige tu propia aventura. Zambia, Zimbabue, Namibia o Pizza (fuente)
El único escritor Yugoslavo que ha recibido el Premio Nobel de literatura es Ivo Andrić, galardonado en 1961 en una ceremonia en la que, según se supo más tarde, se impuso entre otros a J.R.R. Tolkien y a John Steinbeck, ganador al año siguiente. Andric nació en Croacia, pero se crió en Sarajevo y vivió la mayor parte de su vida adulta en Belgrado. De hecho, se identificaba cono serbio y su obra fue proscrita por el gobierno croata durante la guerra y los primeros años de independencia. Su novela más famosa, Un puente sobre el Drina, trata, claro, de la convivencia y las divisiones entre musulmanes y cristianos, simbolizadas en el Puente Puente Mehmed Paša Sokolović, que cruza el Drina en Visegrado. Pocos países tienen tan marcada su historia por su geografía como Bosnia, específicamente por dos de sus ríos, el Drina y el Neretva, que abren valles en la geografía terriblemente montañosa del país y que son históricamente fronteras entre culturas, lenguas, religiones y alfabetos. Así que alquilé un coche y me fui a recorrerlos.
Mi edificio favorito de Bosnia y Herzegovina es la Mezquita de Serefundin, en Visoko, a unos 30 kilómetros de Sarajevo, el único ejemplo conocido de mezquita brutalista. Eso sí que es mezclar tradición y modernidad
El canto de los muecines me despertó en plena noche. Miré el reloj del móvil: las cuatro y media de la mañana. No son horas, pensé. Pero aún así salí a la terraza, todavía en pijama, para escuchar la primera llamada al rezo del día. Desde el balcón de mi apartamento se divisaba buena parte de la ciudad, a esas horas todavía sumida en las tinieblas previas al alba. Entre las luces de las colinas destacaban los alminares desde los que me llegaban los versos del corán. Sarajevo tiene un lugar en la memoria colectiva europea, y también en la mía personal, desde que las imágenes del asedio llenaron los telediarios del continente a principios de los años noventa. Han pasado más de treinta años desde entonces, y las heridas no sólo no han cicatrizado; ni siquiera han llegado a cerrarse del todo.
Sarajevo desde lo alto del Teleférico de la ciudad
La mayoría de las fronteras del planeta se han establecido a través de guerras, y la que hoy nos ocupa no es una excepción. Ahora bien, esta guerra no fue una guerra convencional. No hubo bajas, ni heridos, ni nadie disparó una sola arma. Fue una guerra incruenta que se libró a base de botellas de licor, y cuyo resultado es la frontera más al norte y más joven del mundo, la terccera más corta, pero sobre todo la más absurda y la mejor. Hoy, en Fronteras, la Isla de Hans: la frontera terrestre entre Canadá y Dinamarca.
«Tenéis suerte de que no os pegaran un tiro». Así resumió el coronel armenio la situación. Llevábamos seis horas en su despacho del cuartel, interrogados incesantemente por dos agentes de la policía secreta y unos cuantos oficiales de diversos rangos, desde el teniente que nos hacía de traductor hasta el general que llegó a última hora para aportar su granito de arena al surrealismo del trance. Para entonces estábamos física y mentalmente agotados por la incertidumbre acerca de nuestro futuro inmediato y por el larguísimo interrogatorio, que incluyó la revisión inmisericorde de los chats de WhatsApp y las galerías de fotos de nuestros móviles. Para entender cómo habíamos llegado hasta allí tendremos que recordar la regla número uno del viajero: no te acerques a las zonas fronterizas de dos países que están técnicamente en guerra. Y si lo haces, procura no hacer fotos con teleobjetivo.
El terraplén inane que nos costó un disgusto. Al otro lado está Azerbaiyán
El texto de hoy corre a cargo de Christian Macías, veteranísimo lector de este blog pese a su insultante juventud, que con el transcurso de los años (y ya casi de las décadas) se ha convertido en compañero de viaje y amigo.
El primer cambio que notamos cuando viajamos de Georgia hacia a Armenia es que este país es considerablemente más montañoso. Salvo por la primera jornada, las cumbres y valles nevados del centro y oeste del país fueron siempre el paisaje durante nuestra aventura de cuatro días. Llegamos a las 6:30 de la mañana a Ereván luego de un viaje de 10 horas en tren desde Tiflis. La capital armenia nos recibió con unos agradables nueve grados bajo cero y, tan pronto como salimos de la estación, intentamos procurarnos -sin éxito- un lugar donde ponernos a resguardo y desayunar, engañados por las luces extravagantes de gasolineras y máquinas expendedoras de café que, con sus letreros escritos en armenio y ruso, rompían la monotonía postsoviética de esta zona de la ciudad. Luego de encontrar la entrada hacia el metro (donde está prohibido tomar fotos, regla que obviamente violamos, en promedio, cada 30 segundos), nos dirigimos hacia el centro en búsqueda -ya desesperada- de alimentos y un lugar definitivo para hacer tiempo hasta que abriera la agencia de alquiler que nos daría nuestro nuevo transporte: un mítico y hermoso Lada Niva. Una vez montados en semejante insignia soviética rodante -fabricada en 2024 pero con los mismos estándares de seguridad que en 1982-, salimos de Ereván rumbo hacia el sur para conocer de cerca el mayor y más famoso símbolo natural del país: el monte Ararat.
Una estación de servicio nos deslumbra a las 6 de la mañana junto a la estación de ferrocarril Ereván. Más tarde descubriríamos que es así en todo el paísPresumiendo con Diego de nuestro Lada Niva sin conocer todavía las cantidades absurdas de combustible que consume cuando circula a su velocidad máxima: 100 kilómetros por hora