Crónicas tunecinas. Capítulo 2: ¿Cada cuánto tiempo piensas en el Imperio Romano?

En la primavera del año 146 antes de nuestra era, y tras más de dos años de asedio, las tropas romanas, encabezadas por Publio Cornelio Escipión el Africano, consiguieron romper las murallas de Cartago. La batalla fue larga, cruenta y despiadada. Cien mil soldados y civiles armados pelearon por cada casa, cada tejado y cada calle. Pero las tropas romanas eran demasiadas y estaban demasiado bien armadas y dirigidas. Lenta pero inexorablemente la resistencia fue triturada. Cientos de miles de personas murieron a lo largo de los meses que duró la batalla. Los últimos 50.000 supervivientes cartagineses se rindieron, y fueron vendidos como esclavos. Poco después se hizo realidad la frase que Catón el Viejo llevaba pronunciando años: Carthago delenda est. La ciudad, que por entonces era la segunda más poblada de África y del mundo (detrás de Alejandría), fue demolida piedra a piedra hasta que no quedó nada. Lo que había sido Cartago se convirtió en una provincia romana, y hoy en día los vestigios romanos están esparcidos por todo Túnez. Y ya que teníamos un coche, fuimos a verlos.

10 dinares nos cobró el dueño del camello por hacer la foto

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El gol más importante de la historia

Hay goles y goles. Golazos de un gran mérito técnico y churros que entran por pura suerte. Goles intrascendentes y goles que serán recordados por siempre; goles que nos hicieron llorar y goles que nos enloquecieron de júbilo, muy habitualmente las dos cosas, aunque no a las mismas personas. Cada año se marcan decenas de miles de goles en los campeonatos nacionales e internacionales de todo el mundo, y pocos, muy pocos, entran en la historia con nombre propio. El gol de Maradona, el gol de Iniesta o el Gol de Nayim, que todos sabemos cuáles son aunque sus autores marcaran muchos más. Yo sostengo que el gol más importante de la historia se marcó justo hoy hace diez años, y lo marcó un defensa. El gol de Sergio Ramos.

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Crónicas tunecinas. Capítulo 1: el caos

Había semáforos, pero los demás conductores los ignoraban, obligados por un guardia que insistía en que nadie se detuviera en el interior de la inmensa rotonda. El concierto de improperios en árabe, bocinazos y gritos sobrepasaba con creces cualquier cosa que hubiera visto antes. Los coches pasaban a escasos centímetros unos de otros a una velocidad obviamente excesiva, mientras decenas de ciclomotores en progresivos estados de descomposición zigzagueaban en los exiguos huecos entre los automóviles. Y ahí estábamos nosotros, los dos únicos europeos en el tráfico, con un coche minúsculo sin asegurar, preguntándonos en qué momento se nos había ocurrido meter el coche en semejante caos.

Cuando no le tienes miedo a nada y, bueno, quizás deberías

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Hiroshima. La bomba y la memoria

En el Museo del Memorial de la Paz de Hiroshima y sus alrededores hay siempre cientos de estudiantes de colegio e instituto; se les distingue fácilmente por los uniformes escolares con jerséis de colores oscuros o faldas de tablas. Vienen de prácticamente todo Japón a pasar el día a la ciudad y aprender de su historia reciente. Cada año, un millón de personas visitan el mismo museo y el parque que lo rodea. Un parque llamado, también, de la Paz, cuyo icono más conocido es la Cúpula Genbaku, un edificio de hormigón que en 1945 alojaba una oficina de promoción económica, una de las pocas estructuras que permaneció en pie en la ciudad tras la caída de la bomba, y la más cercana al hipocentro. No es la única ruina que es Patrimonio de la Humanidad pero sí la más reciente. Con ocasión de su inclusión en la lista en 1996, la UNESCO definió el edificio como «un poderoso símbolo de la paz mundial alcanzada durante medio siglo tras el desencadenamiento de la fuerza más destructiva jamás creada por la humanidad». Puede que se trate de una traducción discutible, pero es ciertamente peculiar definir los 50 años que van de 1945 a 1995 como «paz mundial»; dejando eso a un lado, es obvio que Hiroshima es un símbolo. ¿Pero de qué?

Una fila de turistas esperamos nuestro turno para fotografiar la cúpula de la bomba enmarcada en un arco en el Parque de la Paz

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Por qué algunos aeropuertos cambian los números de sus pistas cada cierto tiempo

Antes de responder a la pregunta-clickbait del título habrá que explicar por qué las pistas tienen números y cuáles son. Así que al lío. Cualquier pista de aterrizaje de un aeropuerto tiene dos extremos, que generalmente apuntan a las direcciones donde el viento sopla de manera más frecuente, porque los aviones se sustentan mejor volando contra el viento que a favor y siempre es mejor tener más sustentación que menos, por razones que no escaparán a los inteligentísimos lectores de este veterano rincón de la red. Para que los pilotos sepan por dónde tienen que aterrizar y evitar así innecesarias molestias como masacres, fuego y destrucción, cada uno de los extremos se numera según el rumbo que debe seguir el piloto para tomar tierra, o sea, exactamente el opuesto hacia el que apunta ese extremo de la pista en particular. Si el lector hace el titánico esfuerzo de recordar sus clases de Ciencias Naturales de primaria, colegirá sin excesiva dificultad que si un piloto tiene que volar exactamente hacia el este, su rumbo serán 90 grados, 180 hacia el sur, 270 hacia el Oeste y 360 hacia el Norte. Por lógica aplastante, extremos contrarios de una misma pista suponen rumbos exactamente opuestos así que es fácil calcular ambas cifras conociendo una (basta con restar o sumar 180). Dado que el número de pistas que puede tener un aeropuerto es limitado, se redondea la cifra hasta la decena más cercana y se le quita el último dígito. Así que una pista que vaya exactamente en dirección Suroeste-Noreste tendrá en uno de sus extremos el número 23 (225 grados, redondeamos a 230 y quitamos el 0) y en el otro el 5 (lo mismo pero con 45 grados).

Cabecera de pista indicando que discurre exactamente de Sur a Norte; en el otro extremo el número será el 18 (Wikipedia)

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