Viaje a Sarajevo, la capital dividida de un país casi irreconciliable

El canto de los muecines me despertó en plena noche. Miré el reloj del móvil: las cuatro y media de la mañana. No son horas, pensé. Pero aún así salí a la terraza, todavía en pijama, para escuchar la primera llamada al rezo del día. Desde el balcón de mi apartamento se divisaba buena parte de la ciudad, a esas horas todavía sumida en las tinieblas previas al alba. Entre las luces de las colinas destacaban los alminares desde los que me llegaban los versos del corán. Sarajevo tiene un lugar en la memoria colectiva europea, y también en la mía personal, desde que las imágenes del asedio llenaron los telediarios del continente a principios de los años noventa. Han pasado más de treinta años desde entonces, y las heridas no sólo no han cicatrizado; ni siquiera han llegado a cerrarse del todo.

Sarajevo desde lo alto del Teleférico de la ciudad

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Recorriendo Lanzarote en la camper más vieja de la isla: un 4 Latas

La primera vez que arranqué la furgoneta se me caló. La segunda también. De hecho las diez primeras veces que intenté arrancar se me caló todas y cada una de ellas. Pero luego conseguí que funcionara. Entonces tuve que aprender a conducir. ¿Por qué tendría que aprender a conducir si tengo veinte años de carné y he manejado docenas de coches en otros tantos países? Bueno, he conducido muchos vehículos, pero ninguno tan antiguo. Había encontrado un vuelo insolentemente barato a Lanzarote, pero mi presupuesto no permitía pagar hotel y coche de alquiler, así que pensé en dejar pasar la ocasión… hasta que encontré esto. Una furgoneta Renault 4 de 1983 convertido en una camper. 800 centímetros cúbicos, 34 caballos y cuatro marchas. Me enamoré instantáneamente y me dispuse a recorrer la isla con un coche casi tan viejo como yo. ¿Qué podría salir mal?

Mi vehículo y mi hotel, todo en uno

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Europa Low Cost: Dublín. El día en el que por fin me robaron

Lo noté en seguida. Al fin y al cabo no estoy acostumbrado a contactos indeseados en según qué partes del cuerpo. Llevábamos menos de dos horas en la ciudad y acabábamos de hacerlos las típicas fotos dublinesas en el Temple Bar, el icónico pub símbolo no oficial de la ciudad.  Estábamos cruzando un puente peatonal sobre el río Liffey y noté un brevísimo contacto en el bolsillo trasero del pantalón. En seguida me llevé allí la mano, pero la billetera no estaba. El susto fue tan grande que dije en voz bien alta que me acababan de robar la cartera. Miré a mi alrededor, pero el puente estaba abarrotado. Podía haber sido cualquiera en veinte metros a la redonda. Así que elevé el tono de voz lo más que pude y grité que me habían robado, esta vez en inglés. En la cartera llevaba apenas diez euros, pero también el DNI, el carné de conducir y las tarjetas de crédito. Me quedaba indocumentado y más tieso que el palo de una escoba. Después de casi cincuenta países en cuatro continentes, esta era la primera vez que me robaban.

¿Puede concebirse una nuca más irlandesa? Nunca en toda mi vida he sentido una necesidad tan apremiante de pegarle una colleja a alguien.

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Crónicas Bálticas. Capítulo 1: Independencia

Cuando a principios de los noventa aparecieron de repente docena y pico de países nuevos en el mapa, mi primera reacción fue pensar que habían sido bastante vagos a la hora de ponerles nombres a las cosas. Mucho –istán por aquí e –istán por allá, y luego esos tres estados minúsculos a los que parecía que habían nombrado ya por puro cansancio: Estonia, Letonia, Lituania. Tres países pequeños y poco poblados en una esquina de Europa. Desde mi rincón peninsular, a cuatro horas de avión de allí, los tres países parecían partes de un todo más grande, divididas por capricho. El Diego preadolescente no podía estar más equivocado, claro. Las Repúblicas Bálticas tienen una historia reciente común de ocupación y resistencia, pero son tres países tan distintos entre sí como puedan serlo España, Francia e Italia.

Monumento a la Libertad en el centro de Riga

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En defensa del turismo (un día en Praga)

Mi avión despegó de Venecia a las seis y veinticinco de la mañana y aterrizó en Praga una hora y veinte minutos más tarde. El mismo avión que me transportó haría cinco vuelos más ese mismo día, el de vuelta a Venecia y otros dos a y desde Varsovia y Londres. En esas mismas 24 horas Wizzair, la compañía propietaria del Airbus A321 que me llevó de Italia a Chequia, operó algo más de 1.400 vuelos que abarcaron 50 países en tres continentes, y que transportaron a unas 200.000 personas. Son cifras espectaculares, pero Wizzair figura en el número 7 de las aerolíneas con más tráfico de Europa. El primer puesto de la lista es desde hace años un cortijo propiedad de Ryanair. Aquel día de julio del año pasado casi seiscientos mil pasajeros se subieron a alguno de sus más de quinientos Boeing 737 para recorrer alguna de sus 1.800 rutas. El récord de mayor número de vuelos en un sólo día en Europa se había batido una semana antes, el 7 de julio de 2023, jornada en la que despegaron 34.000 vuelos transportando más de cinco millones de pasajeros. Y aparentemente todos ellos, absolutamente todos, estaban en la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga, conmigo.

Apraga y vámonos

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Estocolmo en primavera. Carne de reno, vino en lata y el cementerio más bonito del mundo

Como casi todas las ciudades, Estocolmo son muchas ciudades en una, círculos más o menos concéntricos que como los anillos de un árbol revelan la historia del lugar. Pero en el caso de la capital sueca esa trama urbana incluye al mar: no es que la ciudad mire al mar, es que el mar es parte integral e inseparable de la ciudad, como lo son las calles y los edificios, o como lo es un cementerio. En el caso de Estocolmo, el más bonito del mundo, y el único que es Patrimonio de la Humanidad.

Estocolmo y el mar

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Transfăgărășan, osos y pantanos. La carretera más bonita de Europa

Yo no había escuchado antes ese sonido. Nunca. Los dos móviles que llevaba encima empezaron a emitir de forma simultánea un zumbido aterrador, un tono de alarma desconocido que me puso en tensión de manera instantánea. Asustado, detuve el coche y leí el mensaje en la pantalla de uno de los aparatos. Esperaba encontrar un aviso de ataque nuclear o de impacto inminente de meteorito, pero el texto, en rumano e inglés, era algo más mundano: alertaba de osos en la zona. Aliviado dejé el móvil en el asiento del copiloto y me dispuse a arrancar de nuevo; repentinamente entendí la necesidad del aviso. El escalofrío me bajó por la columna vertebral y me erizó hasta el último pelo del cuerpo. Nunca había visto un oso de cerca en mi vida. Ese día me iba a hartar.

Por poco me da un infarto.

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Europa Low Cost: un paseo por Zagreb

La última vez que la vi era Nochebuena. Sus hijos y los míos cenaban con sus correspondientes mitades opuestas de la familia. Dejamos de hablarnos muy poco después y nunca he vuelto a saber de ella. Le envié una caja con los restos del naufragio (una taza que le había regalado, un jersey olvidado en mi casa, esa clase de cosas), y esa fue la última vez que me escribió. Al día siguiente me percaté de que había olvidado meter en la caja el bote de espuma para el pelo «con color, para morenas» que tenía para cuando se quedaba a dormir. No supe que hacer con él y lo dejé allí, al fondo del armario del baño. Y ahí sigue. Toda esta serie de recuerdos cruzó por mi cabeza mientras miraba un objeto cualquiera en un minúsculo museo del que nunca había oído hablar hasta esa mañana. Miré a mi alrededor. Me di cuenta de que llevaba varios minutos absorto en mis pensamientos. Decenas de personas leían en un silencio sepulcral las historias detrás de objetos absolutamente anodinos. Algunas de ellas tenían incluso los ojos humedecidos. Sin duda, era el museo más raro en el que había estado. Hoy en Fronteras: Zagreb

La gente es una cachonda

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Cómo me enamoré de Skopje, la capital más absurda de Europa

Skopje es un pastiche. Todas las ciudades lo son en mayor o menor medida, la suma de diferentes épocas, visiones urbanísticas y corrientes arquitectónicas, pero la capital de Macedonia concentra una cantidad tal de incongruencias e incoherencias en un espacio tan pequeño que cuando uno camina por sus calles lo único que puede hacer es reírse y disfrutar como un maníaco. Si las ciudades fueran personas, Skopje sería tu amiga la rarita ciclotímica con un pasado emo del que nunca habla y ciertas cicatrices sospechosas en las muñecas, pero que por alguna razón es increíblemente alegre y vive cada día como si fuera el último. Es completamente absurda pero por esa misma razón es imposible no quererla. Hoy en Fronteras: Skopje (se pronuncia Escopia)

Banderas, estatuas y una cruz descomunal. Skopje in a nutshell

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Caminar sin rumbo: Atardecer veneciano

«Voy a tomar el barco del aeropuerto» es una frase que se puede decir en muy pocos sitios. Yo sólo conozco uno: Venecia. Llegué allí después de conducir 1.700 kilómetros entre San Marino, Italia, Eslovenia y el norte de Croacia. El vaporetto me depositó en los Fondamente Nove a las siete de la tarde de un día increíblemente caluroso y húmedo del mes de julio, diez horas antes del embarque del avión que me llevaría a Praga. Así que hice lo único que realmente podía hacerse con tan poco tiempo en la ciudad: caminar.

Cúpulas y campanile de la Basílica de San Marcos, vistos desde el vaporetto del aeropuerto

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