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La carretera de Kotor a la frontera croata bordeaba la bahía en un recorrido escénico inacabable tanto por su longitud como porque las carreteras montenegrinas no destacan por su anchura, así que cruzarse con un camión era una aventura de final incierto. Pero el estrés de la conducción se compensaba con creces con las vistas de las Bocas de Kotor desde todos los ángulos posibles. Al cabo de poco más de una hora llegué a la frontera. Un puesto fronterizo es uno de los lugares más amenazadores de la Tierra; uno está a merced de los caprichos pasajeros de una persona de la que no sabe nada y que no sabe nada de uno; siempre puede ser que haya algún problema por un papel ignoto o una muesca en un documento, y cualquier error en una documentación que está escrita en un idioma o incluso en un alfabeto ajenos veta al viajero de entrar no a un edificio o a un recinto, sino a todo un país. Por suerte Croacia es parte de la Unión Europea (y ahora ya de la zona Schengen) así que tuve un total de cero problemas cruzando el límite con mi Dacia de alquiler. Al cabo de unos pocos kilómetros de carretera panorámica me topé con una de las primeras impresiones más espectaculares que he tenido la ocasión de contemplar. La ciudad vieja de Dubrovnik.

La historia de Dubrovnik se remonta más o menos al siglo VII, mayormente con el nombre con el que sería conocida en la mayor parte de Europa hasta la I Guerra Mundial: Ragusa. Como pasó con Estambul y Constantinopla, los nombres de Dubrovnik (serbocroata) y Ragusa (italiano/veneciano) convivieron durante varios siglos hasta que al final se impuso el local. Ragusa fue tributaria de Venecia durante siglo y medio, hasta mediados del siglo XIV, de Hungría durante 80 años, hasta 1430, y del Imperio Otomano a partir de entonces, pero en todos los casos mantuvo una importante autonomía, hasta que llegó Napoleón (o bueno, uno de sus generales) a tocar las narices de camino a Kotor y ahí se acabó la república.

Arquitectónicamente Dubrovnik es mucho más majestuosa que Kotor, pese a que callejeando por la ciudad a ratos una y otra se parecen bastante. Murallas más gruesas, edificios más grandes, calles más anchas y torres más altas. A cambio todo es infinitamente más caro, empezando por los hoteles; el mío lo tuve que reservar a varios kilómetros del centro histórico para mantenerme dentro del límite de bajocostismo autoimpuesto. La vieja Dubrovnik, como Kotor, es una ciudad para caminarla durante horas, con o sin rumbo prefijado, metiéndose en todas las iglesias, portales y recovecos que uno encuentre. Las abundantes cuestas y escaleras ayudan a mantenerse en forma (eso dicen) pero sobre todo, a tener menos remordimientos a la hora de apretarse una pašticada con ñoquis al mediodía.

Este texto se titula «roadtrip balcánico»; balcánico es un adjetivo con al menos un par de significados, uno geográfico y otro histórico y político. Yo aquí lo uso en el sentido geográfico, pero visitar Dubrovnik es una buena aproximación al histórico. El 1 de octubre de 1991 cayó en la ciudad la primera bomba de lo que acabaría siendo conocido como Sitio de Dubrovnik. Croacia había proclamado su independencia de Yugoslavia en junio, pero antes de eso los serbios del país (unos 600.000, un 12% de la población) habían declarado a su vez la independencia de las zonas donde eran mayoría. En ese contexto Serbia, que controlaba completamente el ejército yugoslavo, decidió anexionarse Dalmacia, la región en la que se encuentra Dubrovnik, aduciendo una supuesta intención croata de invadir Kotor. Tras conquistar buena parte del territorio al sur de la ciudad, empezó el asedio. Durante nueve meses la ciudad recibió miles de impactos de artillería. Cientos de ellos golpearon la ciudad vieja, patrimonio de la humanidad desde 1979, como Kotor. La armada yugoslava también sitió la ciudad, y el bloqueo sólo pudo ser roto por lanchas rápidas al abrigo de la noche y por convoyes de barcos civiles. La campaña serbia, además de un fracaso militar (Croacia acabó recuperando la zona antes de finalizar 1992) fue una catástrofe a nivel de imagen internacional para Serbia; bombardear monumentos patrimonio de la humanidad completamente desprotegidos, en general, está mal visto.

Imágenes del bombardeo del 6 de diciembre de 1991. Fue el peor de todo el asedio; más de 1.000 bombas y misiles cayeron sobre toda la ciudad, dejando una docena de civiles muertos y cientos de edificios destruidos o dañados. Durante los nueve meses de asedio la ciudad vieja sufrió un total de 1.056 impactos. En 2001 el presidente de Montenegro pidió perdón de forma oficial a Croacia por el sitio y los bombardeos.
El principal monumento de Dubrovnik son sus murallas. De muy lejos lo más caro de todo el viaje (250 kunas, al cambio unos 33 euros; Croacia ha adoptado ya el Euro desde entonces, a día de hoy la entrada son 35 euros), la visita vale mucho más de lo que cuesta. Cuatro horas estuve y habría estado el doble si no se hubiera puesto a llover. Y bueno, si no hubieran cerrado. Fueron construidas a lo largo de tres siglos, desde la independencia de Venecia hasta bien entrado el dominio otomano, y rodean toda la ciudad en un recorrido de más de kilómetro y medio que permite admirar a vista de pájaro la ciudad y su arquitectura. Aunque la mayor parte de su historia moderna Ragusa pagó tributo a Constantinopla, el plano de la ciudad, sus instituciones y especialmente su carácter es eminentemente veneciano. Ragusa fue rival de Venecia durante siglos; junto con su tradicional aliado en la costa italiana, Ancona, impidieron que la República Marítima por excelencia tuviera convirtiera el Adriático en un lago interior. La capacidad diplomática de Ragusa era legendaria en su época. Siendo básicamente una ciudad-estado sin apenas recursos propios, dispuso de una formidable fuerza comercial, labrada a base de acuerdos y privilegios con sus vecinos (especialmente con los otomanos) y con el resto de potencias de la época. En su momento llegaron a comerciar incluso con los recién nacidos Estados Unidos de América.


El mapa de Croacia alrededor de Dubrovnik es de una rareza geográfica bastante notable. La ciudad se encuentra en un exclave croata que en su tramo más estrecho tiene apenas un kilómetro de ancho entre el mar y Bosnia. Además el pueblo bosnio de Neum separa la zona del resto de Croacia. El origen de la primera rareza es la compra por parte de Ragusa de la costa dálmata al Imperio Bizantino, allá por el siglo XI. La segunda extravagancia fronteriza tiene un origen aún más curioso que aún la legendaria diplomacia ragusiana con la rivalidad entre repúblicas marítimas. Dubrovnik (que ya se llamaba así en serbocroata) cedió dos territorios a los turcos para separar su propio territorio del de Venecia, y evitar una invasión terrestre. Al sur, el puerto de Herceg Novi, que hoy es montenegrino y separa Croacia de la Bahía de Kotor, y al norte, Neum, que se acabó convirtiendo en la única salida al mar de Bosnia.

En mi segundo día en Croacia, y último del viaje, la previsión era subirse a cosas. Concretamente a algún barquito de los que lleva a la isla de Lokrum y al teleférico que sube a la colina de Srđ (se pronuncia «serch»; en mi cabeza, la colina de Sergi). Pero el viento impidió ambas actividades, así que se me abrían dos opciones. Una, pasar otro día en la ciudad vieja, la otra, regresar a la bahía de Kotor para disfrutar del increible paisaje. Elegí la tercera: Bosnia Herzegovina.

La Avis me había facturado 6 euros por llevar el coche a Croacia, pero me cobraba cien más si quería llevarlo también a Bosnia. El lector no necesita ser el lápiz más afilado del bote para adivinar que no los había pagado. Aún así, y dado que hemos venido a jugar, estudié el mapa y decidí que Trebinje, una ciudad serbobosnia cuya existencia me había pasado desapercibida hasta ese momento, era un lugar tan bueno como cualquier otro para pasar el rato. En la frontera el aduanero, un señor que a juzgar por su aspecto probablemente conoció los tiempos en los que su país era parte del Imperio Austrohúngaro, me preguntó tras examinar brevemente mi pasaporte español: «¿Madrid or Barcelona?«, y tras mi respuesta exclamó exaltado «¡Hala Madrid!». Estoy absolutamente convencido de que si mi respuesta hubiese sido otra me habría espetado un «Visca Barça» igual de entusiasta.

Según la Wikipedia Trebinje es una de las ciudades más hermosas de Bosnia y Herzegovina, lo cual, honestamente, no dice nada demasiado bueno del resto de ciudades bosnias. Más allá de un centro histórico ligeramente más bonito que el polígono industrial medio y un monasterio ortodoxo con un nivel de espectacularidad semejante al de un bloque de viviendas de protección oficial de Illescas, provincia de Toledo, lo único reseñable es un puente peatonal del siglo XVII, eso sí, bastante fotogénico. Que yo no visité porque no tenía Internet en el móvil y no supe cómo llegar. Después de dar un paseo por la ciudad me acerqué a una taberna en el casco antiguo en busca de una wifi desde la que posturear como Dios manda. La República Srpska es un lugar donde las tradiciones se respetan. Las mujeres llevan falda, la cerveza es parte del desayuno, en los bares se fuma y todos los hombres mayores de cincuenta años han cometido crímenes contra la humanidad. Y un café con leche cuesta un marco convertible, que vienen a ser cincuenta céntimos. Not bad.


Desde Trebinje seguí camino hacia Podgorica. Las vistas desde la carretera hasta Montenegro me reconciliaron con el país. Las advertencias de «no salirse de la carretera: minas», un poco menos. Han pasado casi treinta años del final de la Guerra de Bosnia, y todavía quedan cientos de kilómetros cuadrados por desminar. Todos los años hay algún muerto por pisar una mina en las fronteras internas o externas del país. No sólo las minas son una consecuencia de la guerra; la propia existencia de la República Srpska se debe a los acuerdos de Dayton que pusieron fin al horrendo conflicto en 1995. La limpieza étnica tuvo un éxito apreciable, y Bosnia quedó dividida en dos cuasi-estados, uno para los bosniacos y croatas y otro para los serbios. Srpska es básicamente un trozo de Serbia salvo porque usan el Marco Convertible y los coches llevan «BIH» en la matrícula.



Ya de vuelta en Montenegro me dirigí hacia su capital. Mi amigo el mapache loco del blog de las banderas escribió una larga anotación sobre su viaje a la ciudad ocho años antes de mi visita. El texto se titula «Por qué odié Podgorica» así que iba sobre aviso. Pero realmente no hay nada que pueda preparar el cerebro humano para la capital montenegrina. Es un Síndrome de Stendhal inverso: no es posible concebir tanta fealdad, mucho menos asumirla. Podgorica es la capital más desagradable de Europa, un lugar tan horrendo que la explosión de una bomba atómica lo mejoraría apreciablemente. Hace que Ciudad Real parezca Florencia. Es tan fea que no puedes dejar de mirarla, como cuando vas por la autopista y hay un accidente en el carril contrario. Manzana tras manzana de commieblocks cayéndose a pedazos, como depresiones clínicas hechas de ladrillo y hormigón. «Es que hubo que reconstruir toda la ciudad después de la II Guerra Mundial», se justificaron un par de treintañeras locales con las que tuve la oportunidad de charlar. «Espera, espera, ¿Podgorica es así a propósito?» Y qué decir de la forma de conducir de los locales, los únicos europeos que hacen parecer sensatos a los napolitanos. Sobreviví a Podgorica gracias a las horas muertas que he dedicado a ver vídeos rusos de dashcam; es imposible predecir cómo va a actuar un conductor podgoritsano, así que hay que suponer, casi siempre de forma acertada, que de la peor de las maneras posibles. El giro prohibido y absurdo, el adelantamiento suicida, el acelerón inesperado, el atropello evitado por milímetros, el intento de asesinato.



La Lonely Planet recomendaba dos cosas y sólo dos en Podgorica. La primera, la Torre del Reloj, construida por los otomanos en el siglo XVII y uno de los pocos edificios sobrevivientes de la destrucción de la ciudad en la II Guerra Mundial. La verdad es que podían haberlo volado también. Es la definición misma de decepción, un campanario soso y desangelado, indigno de cualquier aldea miserable del sur de Italia, y cuya desaparición elevaría varios puntos el grado de belleza del mundo. Pero aún me quedaba por visitar el otro icono de la ciudad. La catedral ortodoxa serbia, inaugurada en 2014. Cuenta la leyenda que cuando Miguel Ángel esculpió su escultura más famosa, afirmó que «David ya estaba dentro del bloque de mármol, yo sólo quité lo que sobraba». La catedral de Podgorica ya estaba dentro de un gigantesco cubo de cemento y hormigón, el arquitecto sólo eliminó la parte sobrante.



Si el exterior del edificio es cuestionable, qué decir del interior. El horror vacui y el sincretismo estético entre las dos religiones históricamente mayoritarias en Europa del Este (Cristianismo ortodoxo y comunismo) tiene como resultado los frescos más alucinantemente atroces del continente. Una combinación entre iglesia y fábrica de cemento que hace las delicias de cualquier amante del brutalismo arquitectónico. Pero el shock cultural todavía no había acabado. Un sacerdote ortodoxo con su alba, su estola y toda su vestimenta ornamental saludaba a la gente en la puerta de la catedral. En un momento dado un BMW de aproximadamente 1997 aparcó en el descampado frente a la escalinata. De él bajaron cinco veinteañeros rapados y vestidos con chándales Adidas de los de las tres barras y aspecto de tener una colección de bates de béisbol y puños americanos en casa de sus padres. Entre todos probablemente acumulaban más delitos que la mafia calabresa. Se acercaron al sacerdote, al que besaron ceremoniosamente el anillo antes de dirigirse a rezar con fervor en el interior de la catedral. Mentalmente yo estaba aullando y dando volteretas; es difícil concebir una escena más estereotipada; sólo habría faltado un mortero bombardeando civiles bosnios para ser la cosa más serbia posible.


Después de semejante deleite visual y espiritual tenía las pupilas como si hubiera confundido un bote de tabasco con el líquido de las lentillas, y la gasolinera de la carretera del aeropuerto me pareció un lugar acogedor y cálido. Abandoné Montenegro con la sensación de que no existe un lugar en el mundo con una desproporción estética tan evidente entre su capital y el resto del país, y con la promesa de regresar algún día a Podgorica, para que así, al irme, el resto del mundo parezca un lugar mucho más bello.

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Una vez leí en una revista que Atenas era una capital bonita… si la ponías al lado de Prístina y Podgorica. Y eso que Atenas tiene virtudes redentoras como la Acrópolis, Plaka y ser la cuna de la civilización. Esa frase me convenció de no ir nunca a Podgorica.
La parte de Ragusa me ha dado toda la envidia.
«los únicos europeos que hacen parecer sensatos a los napolitanos» me ha hecho recordar con orgullo y satisfacción cuando alquilé durante una semana entera en Nápoles un coche y lo devolví sin un solo rasguño.
No como en Split hace un año, que por un raspón tuve que apoquinar una cantidad indecente de dinero.
Dubrovnik es espectacular y leer tu descripción me ha hecho reír y volver a pasear por sus calles, muchas gracias.
Obtuve la respuesta del porqué Pogdorica era tan horrible, según tu criterio, y lamento haberlo preguntado.
Parte mía quiere creer que solo estás exagerando, pero mucho me temo que no debe ser el caso, y que en efecto la capital montenegrina es tan poco vistosa.
Gracias por hacerme recordar los videos de las dashcams rusos, de modo que la escasa productividad que tengo se esfumó por completo.
«sólo habría faltado un mortero bombardeando civiles bosnios para ser la cosa más serbia posible»
Que con frases como esta la mayor polémica del blog haya surgido por dar un dato quizás no del todo riguroso sobre un mojón en un pueblito perdido de la raya extremeña dice mucho (y todo bueno) de tus lectores habituales xDD
No cambies nunca
JAJAJAJAJA tiene narices la cosa, sí xD
Que sigan los viajes low-cost a rincones de Europa y el mundo, bonitos y horribles como Podgorica \m/
Genial, como cada entrada de tu blog. El contraste entre la belleza natural y la horrorosidad «urbana» heredada de la guerra debe ser verdaderamente sobrecogedor en primera persona.