Y Sevilla

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

El problema de Sevilla es que está en otra categoría. Durante dos años, los que pasé en un internado militar de Ronda por mis excepcionales dotes como estudiante, fui andaluz de adopción. Como malagueño sobrevenido, le agarré tirria a lo sevillano y a los sevillanos. Que malaje que tienen. Va en el pack, es inevitable. No se puede culpar al resto de lo andaluces por detestar Sevilla, si un sevillano universal como Antonio Machado escribió «Sevilla y su verde orilla, sin toreros ni gitanos, Sevilla sin sevillanos, ¡oh maravilla!». Los sevillanos tienen fama de tenérselo subidito, de mirar por encima del hombro, de arrugar la nariz cuando salen de Triana y de la Puerta de Jerez. Pero claro. Es que viven en Sevilla. Y Sevilla compite en otra liga. Sevilla está ahí ahí con Praga y Budapest, puede contemplar con desdén altanero al 80% de las capitales europeas. Es otro rollo. Granada es mágica, Málaga es jacarandosa, Almería es profunda y melancólica, pero Sevilla es Sevilla. Y contra eso no hay nada que hacer. Seguir leyendo

Huelva, la orilla de las tres carabelas

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

Cuando uno ve amarradas en el muelle de Palos de la Frontera a la Pinta, la Niña y la Santa María es inevitable hacerse preguntas. Especialmente una: qué clase de desesperación y enajenación mental tenían que sufrir los marinos del siglo XV para meterse en esas chalupas infectas y miserables a cruzar todo un Océano Atlántico. Cómo es posible que no murieran todos todo el rato, no ya de escorbuto o de fiebres, sino simplemente ahogados por la primera ola más grande que el propio buque. Es materialmente imposible exagerar la influencia en la historia universal de esos tres navíos, que con dificultad calificarían para hacer el trayecto de Ibiza a Formentera. Me hace las fotos Javi, nativo de Huelva y que ya estuvo conmigo en Túnez, mientras yo señalo muy fuerte hacia el otro lado del charco desde la proa de una carabela. «Nuestros hermanos españoles de América», así llama él a los herederos de aquellos tipos duros, aguerridos, desvergonzados y sin nada que perder que durante siglos se embarcaron en la aventura no ya de una vida, sino de una civilización.

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Plateado Jaén

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

El taxi me llevó hasta el Parador en poco más de quince minutos, en los que el chófer aprovechó para ponerme al día de los esoterismos de la ciudad. No sólo la fortaleza reconvertida en hotel de cinco estrellas tiene dos fantasmas para aterrorizar por las noches a los huéspedes, sino que la catedral de Jaén fue construida en un lugar «especialmente energético», donde antes había una mezquita y todavía antes un templo pagano. «La Iglesia sabe dónde construir sus edificios», aseveró muy serio. En eso tengo que darle la razón. Desde lo alto del Cerro de Santa Catalina la catedral destaca de manera masiva en la ciudad. De hecho, es lo único que destaca de la ciudad. Más aún, es lo único que justifica una visita a la ciudad. Eso, y querer, como yo, completar el álbum de cromos de todas las provincias. Jaén hizo la número 47 de 52 (Ceuta y Melilla cuentan como provincias aparte en mi lista, aunque no lo sean). En el autobús desde Granada lo único que se ve son olivos. Millones de ellos. Según la oficina de turismo, en la provincia hay 66 millones de olivos; tres cuartas partes de su superficie se dedican a la producción de aceite. Desde las alturas, también se ven olivos hasta donde alcanza la vista. Puedo recitar de memoria el poema del alicantino Miguel Hernández que la provincia adoptó como himno: «Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma, quién, quién levantó los olivos»

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Almería dorada

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

Desde la Alcazaba Almería no es dorada sino del mismo amarillo ceniciento del desierto que la rodea. Sólo mirarla da sed, pero en buena parte es culpa mía, por, una vez más, visitar monumentos en pleno agosto a la una de la tarde. Almería fue la cuarta de seis capitales que visité en un viaje de ocho días el verano del año pasado, destinado a incorporar cinco provincias andaluzas nuevas a mi historial viajero. Decir que pasé calor es como decir que Primo Levi tuvo una mala época en los años 40. Los gatos sesteaban a la sombra de las moreras, mecidos por el ruido del agua corriendo caño abajo, y los turistas nos asábamos como pollos en una brasería. Ahora quién es el animal más inteligente, ¿eh?. Por la tarde visité la catedral, que, como en Córdoba, también tiene nombre compuesto. Catedral-Fortaleza, seguramente la única de España; también es el color de la arenisca, ni siquiera mitigado por las palmeras junto a la portada. Huyendo del calor aterricé en los refugios de la Guerra Civil, cuatro kilómetros de túneles bajo la ciudad que sirvieron como búnker para los civiles durante el conflicto. Cuando callaron las bombas la infraestructura cerró, y permaneció medio siglo oscura y olvidada bajo los adoquines hasta que ya en el siglo XXI unos obreros se la encontraron excavando los cimientos de un edificio. Hoy son una atracción de primer orden en la ciudad, y se necesitan semanas o meses de antelación para encontrar un hueco en los pocos grupos que bajan diariamente durante el verano. Antes de abandonar la ciudad, me agencio un Indalo para la nevera. El Indalo es el símbolo de Almería; un dibujo torpe en una cueva que pasó cincuenta siglos oculto hasta que un arqueólogo lo descubrió a finales del siglo XIX. A partir de mediados del siglo XX se convirtió en el símbolo de la cultura almeriense más intelectual, y después de toda la provincia. La figura, un hombre sosteniendo un arco, o protegiéndose con él, es prácticamente ubicua. Coches, tiendas, casas, bolsas; es el orgullo de Almería.

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Málaga, cantaora

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

En realidad mi primer libro no se publicó hace dos meses sino hace un cuarto de siglo. Lo que pasa es que únicamente se imprimió un ejemplar. Fue el regalo por nuestro segundo aniversario a mi novia de entonces. El libro era una compilación de las poesías que había escrito durante los dos o tres años anteriores, unos versos mayormente torpes pero apasionados, inspirados en buena parte por la destinataria del ejemplar. Llegué a Málaga con un diskette que contenía todos mis poemas, y los imprimí y encuaderné en una copistería junto a la estación de autobuses. Luego fui a su casa a cenar. Fue una noche feliz. Imaginaos. Un chaval de 20 años recién cumplidos regalándole un libro con sus poesías a la novia de la que está enamorado hasta el tuétano, y ella dedicando una hora larga a leerlo porque no puede esperar a terminar la cena. No te digo que me lo superes, sólo que me lo iguales.

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Romana y mora, Córdoba callada

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

Honestamente, lo de «romana y mora» se puede decir de casi todo el país. Entre unos y otros controlaron buena parte de la Península Ibérica durante más de un milenio, y es difícil pegarle una patada a una piedra y que no te salga un acueducto. Pero claro, eso lo pienso desde la Torre de la Calahorra, construida por los musulmanes y que se alza en un extremo del Puente Romano sobre el Guadalquivir, mientras observo desde la distancia la Mezquita. Quiero pensar que Machado concibió su verso precisamente pensando en este punto. Dicho lo cual: el Puente Romano de Córdoba en realidad no es tal cosa. Es medieval. En España a cualquier puente anterior al siglo XVII se le llama romano por defecto. Y la mezquita tampoco es una mezquita sino una catedral. Hemos sido engañados. Pero qué más da. Dos días antes estaba en la Alhambra, así que mantenía un ritmo de un Patrimonio de la Humanidad cada 48 horas.

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Granada, agua oculta que llora

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

La cola para entrar a los Palacios Nazaríes de la Alhambra tenía medio kilómetro de largo, mayormente al sol. Eran las cuatro de la tarde de un sábado de agosto así que había el equivalente a un tercio de la población de la ciudad cociéndose en la fila. Debería decir que no estoy orgulloso de cómo nos la saltamos, pero lo cierto es que sí lo estoy. Qué le vamos a hacer. Estaba en aquella hilera tapando por fin el hueco más vergonzoso en mi historial como viajero, harto de que me preguntaran una y otra vez cómo podía haber ido a Kosovo o a Macedonia, que están en el culo del mundo a mano izquierda, y no haber visitado Granada. Intolerable, aparentemente. Ignorar la cola no fue el único desprecio al decoro y las normas de convivencia de aquel viaje. Al día siguiente fotografiamos el interior de la Capilla Real de la catedral granaína pese a la abundancia de carteles y de guardias de seguridad gesticulando furiosos para reforzar la prohibición. Al salir paseamos por la Alcaicería, el zoco de Granada, que tiene un nombre tan bonito que se te llena la boca con él, mientras esquivábamos a las gitanas que nos ofrecían ramitas de romero. Granada, como Venecia, es una ciudad para perderse.

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Cádiz, salada claridad

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

Dicen que no nos acordamos de días sino de momentos. Desde luego, aquel fue uno de los mejores momentos de mi vida. Era el primer verano que pasábamos los tres juntos desde que su madre y yo nos separamos medio año antes, y habíamos ido a la costa gaditana a pasar las vacaciones con sus primos y sus tíos. Días de sol y playa, de raquetas y balones, de comer y cenar a deshoras y de languidecer por las tardes esperando que el calor aplastante cediera un poco. Aquella noche cenamos pizza en un bar cualquiera y después nos fuimos a la verbena del pueblo, con sus coches de choque atronando versiones tecno de El Fary y Camela y su tren de la bruja donde dos paisanos azotan con una escoba las cabezas de la chavalada. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí pero sí recuerdo cómo de agotados y eufóricos salieron mis hijos, que por entonces tenían apenas 12 y 9 años. Al salir les compré un helado de chocolate a cada uno, y parte de ellos acabó invariablemente extendido sobre el amarillo chillón de las camisetas truchas del Cádiz FC que les había comprado aquella mañana. Mientras regresábamos al coche entre la multitud ruidosa pensé en la perfección insólita de ese momento en particular, pasada la medianoche, nosotros tres caminando de regreso al apartamento, los niños sudados, cansados, polvorientos y embadurnándose de chocolate como si no lo hubieran probado nunca antes.

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Oradea, Szeged, Subotica: Viaje al triángulo modernista de los Balcanes

En mitad de un anodino prado de Europa del Este se alza un monumento de piedra blanca de dos metros y medio de altura. La parte superior tiene tres caras, y en cada una de ellas se puede ver un escudo y una fecha: 4 de junio de 1920. Ese día en particular y a mil quinientos kilómetros de allí, en París, se firmó el Tratado de Trianon, que tras la I Guerra Mundial dividió el Reino de Hungría en varios pedazos, dos de los cuales fueron entregados a Rumanía y Serbia. Los escudos de los dos países, junto con el de la propia Hungría, son los que adornan el monumento, conocido como Triplex Confinium y que indica el punto exacto donde las tres fronteras se cruzan. Tres milllones de húngaros quedaron fuera de las fronteras del reino de Hungría en 1920, y hoy sus descendientes se extienden por Transilvania en Rumanía y por Vojvodina en Serbia. La huella del Reino de Hungría no sólo permanece en la lengua y la cultura, también en la expresión artística. Cien años después de aquel tratado, tres ciudades en un radio de tres horas de viaje en coche comparten urbanismo y arquitectura, en una unidad separada por la geografía pero cohesionada por el arte. Concretamente, el art-nouveau.

Trifinio entre Hungría, Serbia y Rumanía, visto desde este último país

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Tu moneda me suena (2): las monedas de curso legal que se llaman igual aunque sean diferentes

La moneda que más países utilizan como oficial en el mundo es el Euro: los veinte estados de la Eurozona, más cuatro microestados europeos, a los que se suman Montenegro y Kosovo. Pero Euro sólo hay uno. La segunda moneda utilizada por un mayor número de naciones es el Franco CFA, oficial en 14 países africanos. Francos, sin embargo, hay muchos. Emitidos por países y bancos centrales diferentes, pero que comparten el mismo nombre. Y eso es lo que vamos a ver hoy aquí: Monedas que comparten nombre alrededor del mundo.

Billete de mil francos suizos, uno de los más valiosos del mundo (equivale a más de mil euros)

Hay algunas monedas que se repiten sólo un par de veces, como el Leu (Rumanía y Moldavia), el Manat (Turkmenistán y Azerbaiyán) o el Won (las Coreas). Sorprendentemente, tengo un ejemplar de cada en mi casa. Con tres monedas diferentes llamadas igual están el Rublo (Rusia, Bielorrusia y Transnistria), y el Dirham (Emiratos Árabes, Marruecos y Armenia, donde se llama Dram, pero el origen etimológico de la palabra es el mismo). A partir de aquí las cifras crecen

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