¿Quién le pone los nombres a los sitios? ¿Y por qué? La toponimia en muchas ocasiones no es más que un reflejo de la Historia. No necesariamente de la Historia del lugar, eso sí. Las Islas Salomón se llaman así porque Álvaro de Mendaña, el español que les dio su actual nombre, estaba convencido de que eran ricas como el viejo personaje bíblico. Canadá, según el investigador de la Universidad de Vermont Juan Francisco Maura, tiene su origen en la palabra española Cañada, como el estado de Montana lo tiene en la palabra Montaña. Más de veinte países, entre otros Filipinas, Colombia, las Islas Marshall, China o Kiribati, deben su nombre a una persona concreta (en los casos citados anteriormente, Felipe II, Cristóbal Colón, John Marshall, el emperador Quin y Thomas Gilbert). Siempre, o casi siempre, hay un por qué para el nombre de los lugares. Puede tratarse, como en el famoso caso de los lagos «Another Lake» y «And Another Lake», de puro aburrimiento topográfico, o, como sucede con las islas Árticas o algunos estados de Australia, homenaje o peloteo a patrocinadores y mandatarios. A veces, sin embargo, el nombre de un lugar despierta asociaciones mentales que pueden tener o no que ver con la realidad física del territorio al que nombra. Son lugares en los mapas que nos inspiran sentimientos, bien porque los asociamos con productos culturales o leyendas (Tombuctú, Samarkanda) o, simplemente porque el nombre es la expresión de un sentimiento. Los lugares que hoy vamos a visitar se caracterizan por su toponimia alicaída, deprimente, afligida o contrita. También visitaremos lugares con nombres oscuros, siniestros o infaustos. Porque la geografía también puede ser inquietante. Seguir leyendo