En los días que precedieron al vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín se habló mucho del Telón de Acero, de su condición de frontera entre dos mundos, el capitalista y el comunista, entre dos bloques, la OTAN y el pacto de Varsovia, entre dos concepciones de la vida y la libertad, con todos los matices que se quieran. Apenas se ha hablado, sin embargo, del descongelamiento de la que era la única frontera directa entre las dos superpotencias que ejercían de líderes de sus respectivos bloques, Estados Unidos y la Unión Soviética. En el límite entre el Océano Glacial Ártico y el Pacífico se encontraban, y se encuentran, dos islotes, uno perteneciente a cada superpotencia, y separados tan sólo por un brazo de mar de apenas tres kilómetros de ancho. En un mundo donde los misiles intercontinentales amenazaban con recorrer miles de kilómetros de un lado al otro del mundo, uno y otro país podían atacarse casi a pedradas cada uno desde su propio territorio. Entre los dos islotes discurría una línea invisible y amenazadora, que dada su situación sólo podía denominarse de una manera: El Telón de Hielo.
El Estrecho de Bering, con EE.UU. a la derecha y Rusia a la izquierda. Entre medias, las islas Diómedes.