¿Te gusta conducir?

De los 50 países que he visitado en mi vida, he conducido por 37 de ellos. A veces con más gente, parejas, amigos, hijos, pero buena parte de ellos los he recorrido en coche yo solo. Me saqué el carné de conducir tarde, tenía 26 años y hacía unos meses que me había mudado a Barcelona. Desde el principio conducir se convirtió en una de mis actividades favoritas, si no la que más. Especialmente conducir en soledad: estar a solas con los propios pensamientos, sin más horizonte que la carretera ni más objetivo que el siguiente kilómetro, el siguiente camión o la siguiente área de descanso. De hecho mis restaurantes favoritos siempre han sido los de los márgenes de las autopistas, las áreas de servicio donde te desvalijan de forma absolutamente legal, sin necesidad de ponerte una pistola en el pecho. ¿Por qué? Probablemente porque son no-lugares, espacios anónimos casi intercambiables, pero sobre todo por lo que suponen de estar en movimiento, un lugar indeterminado entre dos puntos donde el contexto desaparece y uno es independiente de su entorno. Es la versión mundana y asfáltica de flotar en el agua de una piscina o en la negrura del espacio.

El Pico de la Tristeza, en la frontera entre Albania y Kosovo, visto desde este último país

Tenía apenas unos meses de carné la primera vez que me lancé a conducir sin rumbo. Salí muy tarde del trabajo un viernes por la noche, tomé un camino distinto del habitual para llegar a casa, me confundí de salida en la autovía y entre unas cosas y otras acabé en Andorra tomándome una Cocacola en lo profundo de la madrugada. Conté la historia hace una pila de años, para deleite de la parroquia lectora; sigue siendo una de las tres anotaciones más comentadas de la historia del blog. Unos años más tarde de aquella primera aventura fronteriza me recorrí cientos de kilómetros por carreteras congeladas de Francia, Bélgica y Alemania, en un coche pequeño y ridículo cuyo recuerdo todavía me provoca escalofríos. Hace casi quince años de aquella cabalgada suicida sobre la nieve. En aquella época era joven e idiota. Ahora ya no soy joven. Así que sigo conduciendo frecuentemente muchas más horas de las que serían recomendables, usando como excusas ciudades abandonadas, capitales fuera del circuito, fronteras inaccesibles o monumentos enloquecidos.

El anuncio del que tomo el título de esta anotación se emitió hace ya casi un cuarto de siglo. El coche se empezó a asociar a la libertad y a la felicidad entre los años 50 y 60, con la explosión económica de posguerra en Estados Unidos. No mucho después la tendencia llegó a España; en una época en la que las clases medias aparecían por primera vez en el país, el coche en seguida se convirtió en un marcador social de éxito, y poco después, cuando tener un coche ya era común, los modelos comenzaron a distinguirse no sólo por sus características técnicas sino por sus valores asociados, como señalizador de personalidad y aspiraciones. La mayoría de esos conceptos (especialmente el de la libertad de movimientos, la búsqueda de la aventura, lo que hoy llamamos wanderlust) quedó asociado al coche en sí, y no a una determinada marca o modelo, y así se mantuvo durante las siguientes décadas.

Cruzando el desierto del Sáhara en Túnez, camino de un decorado cinematográfico

Una tarde de hace un par de años estaba con mi amigo Javi y su novia bebiendo unas cervezas en el patio lleno de flores y gatos de una casa rural colgada de la frontera portuguesa, mientras la dueña nos contaba su historia. Javi dijo una frase de esas simples como el mecanismo de un chupete pero sorprendentemente precisas. «Eres feliz cuando no querrías estar en ningún otro sitio». En aquel momento no habría cambiado ese lugar por ningún otro, ciertamente. Puedo dividir en dos categorías la mayoría de las veces en las que he sentido intensamente esa misma sensación: con mis hijos y viajando. Hay una intersección bastante amplia entre ambas categorías, por cierto. El caso es que la felicidad viajera es más común, al menos en mi caso, cuando lo hago con gente a la que quiero, pero muchas veces me asalta cuando estoy solo, disfrutando de algún lugar extrañamente alejado de la civilización, o más a menudo conduciendo mientras la música suena en los altavoces del coche de alquiler.

Aparcado junto a la aduana serbia, en la triple frontera de este país con Hungría y Rumanía (el monumento blanco de la derecha). Llegué a la frontera en medio de una lluvia torrencial que inundó la carretera, exactamente dos minutos antes de la hora de cierre del paso. Pedí permiso para hacer fotos y me lo concedieron, pero me acabaron echando a gritos del lugar por andar haciendo el mongol en tres países simultáneamente

Los veteranos de este rincón fronterizo de la red ya conocen mi particular, o quizás escaso, gusto musical. Ocho años hablando del eurodance noventero dejaron su poso. Hace unos años le dediqué un par de anotaciones a las mejores canciones para viajar por carretera, pero aunque tengo la lista en Spotify, normalmente no es ese tipo de música el que escucho, sino música electrónica. Concretamente tecno y más concretamente trance, como si fuera un pastillero berlinés enfundado en un pantalón de cuero y una camiseta de rejilla, pero vestido con una camisa hawaiana y unas bermudas absurdamente anchas. Una noche del mes de abril del año pasado entré en Macedonia después de pelearme durante un par de horas con los guardas fronterizos albaneses, que no me dejaban salir del país sin el preceptivo seguro, seguro que sólo se podía pagar en metálico, metálico que yo no tenía porque, bueno, Ulán Bator. Después de visitar el cajero automático más próximo (a quince kilómetros de la aduana) regresé al control de pasaportes, donde se sorprendieron de que alguien cruzara la frontera dos veces en hora y media, así que sometieron a mi coche a un estricto control en busca de contrabando, y lo único que encontraron fue un montón de botellas de agua vacías en el asiento trasero. Se me hizo muy de noche pese a estar ya en horario de verano, así que el camino hasta el hotel en Krushevo me resultó más largo de lo normal. Circulando por las carreteras vacías de la Macedonia rural en plena noche me sobrevino uno de esos momentos de perfecta felicidad. Estaba completamente solo, en un país nuevo, de camino a ver un monumento desconocido fuera de sus fronteras, rodando sobre un asfalto que había conocido tiempos mejores. Por los altavoces del coche sonaba First Contact, de Paul Van Dyk, mi artista electrónico favorito, una pieza de trance progresivo que es en si misma un viaje a la euforia. Hay un momento, exactamente el segundo 60 de la canción, en el que la línea de bajos, que lleva medio minuto en la misma nota, empieza a hacer virguerías, dando paso a los sucesivos crescendos y drops. Si no te gusta la música electrónica es difícil de entender, pero ese instante de soledad musical en lo más profundo de una oscura y desierta carretera macedonia fue probablemente uno de los más felices que he tenido tras un volante.

Vista desde el punto más alto del recorrido de la Transfăgărășan, la carretera de los Osos, en Rumanía

Conducir nos permite básicamente dos cosas: una, movernos, y otra la ilusión temporal de que el destino, el futuro, todo, está en nuestras manos. Conducir es elegir. A los lados de la carretera se abren caminos que se internan en el bosque, o en la llanura, o en el desierto, caminos que podríamos escoger si quisiéramos, aunque casi nunca lo hacemos. En la carretera, como en la vida, hay un buen puñado de factores que escapan por completo a nuestro control, pero creemos que no es así. Tenemos poder de decisión, claro, decidimos el destino, el trayecto, las paradas, pero a menudo, mucho más de lo que nos gustaría, es la vida, el camino, quien decide por nosotros. Desvíos en forma de aduaneros quisquillosos, pinchazos, accidentes y de vez en cuando autoestopistas que se suben al coche en mitad del camino y se quedan hasta el final; la vida no pocas veces no es como la imaginamos, y en el fondo no está mal que sea así. Lo importante es conducir con cuidado y, sobre todo, disfrutar del viaje.

Anunciando coches en el salar de Chott-El-Jerid, en Túnez

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10 respuestas a “¿Te gusta conducir?

  1. Avatar de Mahābrahmā Sahampati Mahābrahmā Sahampati 12-agosto-2024 / 9:46 am

    Desde que conocí a un gran amigo de EEUU que me aficionó a hacernos recorridos de costa a costa, siempre que puedo me meto unos tutes buenos, que si buscando playas, castillos, pueblos mágicos o cualquier otra chorrada. Eso sí, ya cada vez tengo que poner alguna etapa de descanso porque acabo baldao. Pero también es porque estoy empalmando rutas.

    Acabas amando y odiando la carretera. Y solo quieres llegar y ducharte, si no toca el cabrito que ha rentado tu habitación esa noche dos o tres veces…

    Por eso echo de menos los moteles de EEUU. Sin reservas son problemas.

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  2. Avatar de pedgonvi pedgonvi 12-agosto-2024 / 10:35 am

    Precioso artículo, Diego! Hay algo mágico en eso. Yo recuerdo como algunos de los momentos más felices de mi vida el estar en un taxi en Túnez oyendo a Haddaway, en mi primera vez en África o a Manu Chao en una lancha cerca de Usuhaia, o a Men at Work conduciendo una furgo en Australia… (donde descubrí tu blog, creo recordar) También tengo recuerdos maravillosos de estar de vacaciones en Barajas una S.Santa, viviendo a 20 minutos…

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  3. Avatar de ALVATROS ALVATROS 13-agosto-2024 / 5:29 am

    Sublime! En parte te entiendo, aunque nunca me he dejado perder con el coche (asignatura pendiente, sobre todo desde que leí tu primera aventura en Andorra) pero sí cientos de veces con la bicicleta… Tras 27 años ininterrumpidos pedaleando, aún sigo descubriendo caminos a 10kms de mi casa…

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  4. Avatar de Marius Marius 19-agosto-2024 / 3:19 am

    Excelente entrada. Concuerdo con todo lo que indicas, conducir no es solo ir del punto A al punto B, algunos lo entienden, otros no. Hay mucho más en el acto de recorrer la carretera, estar uno mismo con sus meditaciones y como bono extra, disfrutar de paisajes y culturas diferentes. Y si además eres un apasionado de los automóviles y disfrutas de la conducción, la recompensa es mayor.

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  5. Avatar de percola percola 22-agosto-2024 / 12:25 pm

    ¡Qué oportuno! Vengo de conocer la Autobahn (soy un señor de 40 tacos que se ha movido poco).

    Esta conducción en soledad, añadida a meterse a 150km/h por el carril izquierdo, me permitó reflexionar. La Autobahn no es una tipología de carretera sin más, es una carretera que requiere su propio estado mental: La mente, para adaptarse a la autovía, se convierte en un largo camino de horizonte a horizonte, dónde el ser sintiente al volante debe reproducir los carriles adelante y atrás y sus ocupantes. Los sentidos, vista fundamentalmente, se ponen al servicio de este ejercicio de las neuronas, refrescando la información con presteza (un parpadeo y el ingenio motorizado bávaro a dos quilómetros se te planta detrás del culo). Y la mente quiere desbordar más allá de su contenedor intentando prevenir las reacciones de camioneros o domingueros en caravana.

    ¡Coño! que el de adelante frena. «Warmdusche! Dumbkofpt! Du Hurelsohn!» Ah, no, perdón, que hay una señal minúscula de velocidad máxima 70.

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