Veintisiete horas en un avión

Desde la ventanilla del avión la Tierra parece girar más rápido. A doce kilómetros del suelo las ciudades son pequeñas manchas bidimensionales en una infinita superficie monocromática, las cordilleras parecen de juguete y el azul del cielo lo invade todo. En el aire la vida está en pausa: el interior de un avión es el no-lugar por excelencia, un espacio anónimo donde las normas que rigen a ras de suelo han quedado momentáneamente suspendidas. El viajero está yendo del punto A al punto B, pero no está en ninguno de los dos. A es el pasado y B es el futuro, pero durante unas cuantas horas, no hay ninguna de las dos cosas, sólo un cilindro metálico a doce kilómetros del suelo con sus propias reglas, usos y costumbres.

Nuestra casa durante más de un día. Nótese la bandera francesa con la iluminación

El primer europeo en pisar la península de Corea fue el misionero jesuita español Gregorio de Céspedes a finales del siglo XVI. Los primeros jesuitas habían llegado a Japón encabezados por San Francisco Javier en 1549, y cuando en 1592 el reino nipón invadió la península de Corea, la Compañía de Jesús envió un capellán para confortar a los miles de japoneses conversos al catolicismo que participaban en la guerra. Las cartas que Céspedes escribió desde Corea hablan de la guerra, del día a día de los soldados y de las negociaciones de la paz. El resultado de aquella guerra, que acabaron ganando los coreanos, fue que tanto Corea como Japón se cerraran al exterior durante siglos. Hoy en día, por suerte, ir a Corea es tan fácil como montarse en un avión.  En 2024 hay de quince a veinte vuelos directos diarios entre Europa Occidental y Seúl, con capacidad para llevar hasta siete mil personas, y suelen ir llenos.

Se escribe Boeing 777, se lee «triple siete»

Seúl está a algo menos de 9.000 kilómetros de París. Normalmente un vuelo entre Charles de Gaulle e Incheon debería durar menos de once horas, pero la invasión rusa de Ucrania provocó una oleada de sanciones contra ese país, entre ellas la prohibición de sus aerolíneas de sobrevolar territorio europeo: en represalia, Rusia ha cerrado su espacio aéreo a todos los países que la han sancionado, así que ahora el Boeing 777 que nos lleva de Francia a Corea tiene que dar un bonito rodeo a través de los espacios aéreos de Azerbaiyán y Kazajistán, alargando la ruta un par de horas, hasta superar las doce de viaje a la ida, y más de catorce a la vuelta. No nos podemos quejar, de todos modos. En la década de 1930 los primeros vuelos intercontinentales a Asia Oriental suponían diez días de vuelo con una docena de escalas, en una cabina sin presurizar donde apenas cabían diez o quince personas. A principios de los 50 todavía se tardaban cuatro días en volar de Londres a Tokio, y no fue hasta la aparición de los primeros jets en 1956 que el tiempo de viaje bajó hasta sólo un día y medio. Hasta 1983 no se realizó el primer vuelo directo sin escalas entre París y Seúl, que duraba 12 horas en un Jumbo. El viaje en sí no ha cambiado mucho desde entonces; lo que sí ha cambiado es su frecuencia. Aquel 747 de Air France hacía un viaje a la semana a Seúl. En 2024 cada día parten tres aviones de París hacia Corea.

Sé que no soy el único que se queda embobado mirando los paneles de aeropuerto y su perenne sucesión de nombres exóticos y sugerentes

Las trece o catorce horas de duración de un vuelo son sólo una parte del viaje, en realidad. Hay que estar un par de horas antes de salir en el aeropuerto para facturar la maleta, y cuando llegas a destino hay que pasar el odioso y tediosísimo control de inmigración. Ponle 4 horas más, y otra, u otro par, para llegar y salir de los aeropuertos. Al final volar a Oriente es, básicamente, un día entero dedicado únicamente al viaje, un día que no existe en el calendario salvo como transición entre dos escenarios, geográficos y vitales. Pero es un día extraño en el que el tiempo es elástico y no funciona de la misma manera que en tierra. Nuestro vuelo de ida partió de Charles de Gaulle a la 1 de la tarde, y llegó a Incheon poco antes de las 9 y media de la mañana del día siguiente. Sin embargo no habían pasado 20 horas, sólo doce. Nuestro cerebro es perfectamente consciente de ello, pero nuestro cuerpo no tanto, y el horario interno del avión transita del calendario europeo al oriental en pleno vuelo. Al despegar nos dieron de comer, y al aterrizar, de desayunar. No hubo cena, sin embargo. En el exterior anocheció a las cinco de la tarde sobre el Mar Negro y amaneció a las cinco de la mañana once kilómetros por encima del desierto del Gobi. Entre un cinco y otro no pasaron doce horas, sino seis, una noche brevísima que sin embargo, y gracias a las persianas bajadas de todas las ventanillas, en el avión se alargó más por el intento fútil de los pasajeros de llegar lo más descansados posible a Seúl.

Amanece sobre China. Da para Haiku

El vuelo de vuelta nos permitió vivir el día más largo de nuestras vidas. Amanecimos a las siete de la mañana en un hotel de Incheon, y vimos cómo se ponía el sol a las siete de la tarde en París. Entre uno y otro siete, nada menos que 20 horas de luz solar, únicamente mitigadas, de nuevo, por las persianitas del avión. Sobrevolando Kazajistán, con el sol situado justo encima de nosotros, en los asientos de la clase turista se respira calma; en la penumbra multitud de pasajeros dormitan, pero la mayoría mira películas en la pantalla del respaldo o en su móvil. Un par de pasajeros leen. Uno de ellos, cuatro filas detrás de mi, devora sin descanso una novela de seiscientas páginas. El reloj de mi teléfono está bastante confuso. A veces capta de casualidad una antena en tierra y se queda con su horario. En el vuelo de ida pilló señal de una antena iraní y viajé con la hora de Teherán hasta Seúl. En el de vuelta, un SMS de mi compañía telefónica me da la bienvenida a Azerbaiyán mientras todavía sobrevolamos el Caspio. Cuando descargue las fotos del viaje al portátil y las ordene por fecha, descubriré que están desordenadas porque el móvil les asigna a cada una la hora que tiene activada en ese momento. Decido que la mejor manera de medir el tiempo es el grosor de las páginas pasadas por nuestro lector empedernido. Se acaba el libro cuando ya estamos cerca de la frontera francesa.

Siéntase piloto por un día desde el asiento 39J

En el aire el tiempo es elástico, pero el espacio no. La diferencia entre una experiencia de lujo y una pesadilla de catorce horas es únicamente esa: el espacio. Soy lo que benévolamente podríamos denominar «corpulento», que viene a significar que estoy a unos quince centímetros de cintura de tener que pedir extensores para el cinturón de seguridad. En el vuelo de ida cometo el terrible, espantoso error de seleccionar un asiento de ventanilla. En la butaca del medio se sienta una mujer de corpulencia proporcional a la mía: es imposible que nuestras caderas no se pasen el vuelo bailando la lambada. Son doce horas y media de rigidez forzosa, intentando (sin ningún éxito) buscar una postura cómoda para dormir que no implique invadir el lebensraum de la vecina. Llegó a Seúl más agotado por la tensión que por el jet lag y la privación de sueño. En el vuelo de vuelta, sin embargo, el asiento central queda libre. Mi compañera de fila es una china de veinte años que estudia en Ámsterdam y se queda dormida incluso antes de que el avión llegue a la pista de despegue en Incheon. No es la única, por cierto. Por todo el avión una muchedumbre de asiáticos cae inconsciente en los primeros minutos del viaje mientras los europeos planificamos nuestras sesiones cinéfilas (yo me vi Barbenheimer y Misión Imposible 7 en dramática sucesión). El caso es que, con un asiento libre en el centro de la fila, encontrar una postura cómoda es bien fácil. Además escogí pasillo, así que pude levantarme a estirar las piernas cuando quise, que fue muchas veces. No dormí demasiado, pero incluso después de catorce horas y media de vuelo llegué a París descansado y fresco, y además de buen humor.

After hours en la estratosfera

Tanto a la ida como a la vuelta hay dos refrigerios incluidos en el precio del billete. Uno a la hora del despegue y otro una hora antes de aterrizar. Entre medias hay un desierto nutricional de diez horas o más que cada uno sobrelleva como puede. Con 322 pasajeros, dos tercios de ellos en turista, la tripulación no daría abasto para solicitudes de agua y bebidas, así que una vez terminado el reparto de bandejitas se instalan un par de rincones de autoservicio en los galleys con bebidas, sándwiches, galletas y dulces. En ellos se forman pequeños corrillos de perfectos desconocidos charlando de banalidades mientras engullen minúsculos bocadillos de jamón y queso o se sirven zumos y cocacolas. Es la «porción individual de amistad» de El Club de la Lucha, conversaciones en simple english mientras se espera en la cola del baño. Do you want another sandwich? More juice? Is it your first time in Europe? May I get your Insta?

«Desde que este garito se puso de moda no hay quien venga»

Javi y yo, habituales compañeros de viaje y de disfuncionalidad, discrepamos en pocas cosas, y una de ellas es el vuelo en sí. Para mi las veintisiete horas de avión son parte integral del viaje, tan relevantes como las visitas a los templos, a la frontera norcoreana o a Tokio, donde también volaríamos unos días después. Para él los tramos aéreos del viaje son un precio a pagar, un sacrificio que evitaría gustoso si pudiera decir «teletranspórtame, Scotty«. Yo necesito esa transición entre mi normalidad barcelonesa y el descubrimiento del destino, una especie de descompresión, a la ida y a la vuelta, más larga cuanto más exótico es el lugar a descubrir o del que regresar. Para mi volar es parte del encanto de viajar, igual que lo es el tren, el autobús o el coche. Pero además volar para mi sigue siendo mágico. En el vuelo Barcelona-París que hacemos prácticamente antes de que salga el sol en nuestro primer día de viaje, un grupo de españoles, que obviamente es la primera vez que se suben a un avión, aplauden enloquecidos cuando tocamos tierra. Yo me río y me alegro por ellos. Javi se muere de vergüenza ajena. Hemos hecho juntos no menos de una docena de vuelos en varios continentes, nos gustan las mismas cosas y hacemos los mismos chistes criminales, pero ahí, en esos aplausos, discrepamos. Uno nunca vuelve a sentir la sensación emocionante de la primera vez que hace algo como subirse a un avión, pero para mi es parecido todas las veces. Por eso cometí el error de pedir ventanilla yendo a Seúl; quería ver con mis propios ojos el aterrizaje. ¿Se diferencia del aterrizaje en cualquiera de los otros treinta o cuarenta aeropuertos en los que he estado? Pues seguramente no. Pero después de décadas volando y de un par de años haciéndolo varias veces al mes, sigo sintiendo ese vacío en la boca del estómago cuando me subo a un avión, y ese hormigueo especial cuando el piloto empuja la palanca de los motores y la aceleración te pega al respaldo del asiento. Y espero que me dure mucho.

«Caminando por el aire», dos esculturas de 16 metros de alto que enlazan el espacio real con el espacio imaginado, como el propio aeropuerto de Incheon, en el que se encuentran. La cita no es mía, la he copiado tal cual de su web

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5 respuestas a “Veintisiete horas en un avión

  1. Jorge de Ory Murga 25-marzo-2024 / 9:52 am

    Buen post, como de costumbre. Hubo un tiempo en que compartía esa sensación al volar. Era parte del viaje, y de hecho parte de la planificación era preparar esas horas a bordo del vuelo (por cierto, yo siempre he preferido ventanilla en vuelos cortos pero pasillo en vuelos largos).

    Pero de unos años a esta parte las aerolíneas, y las autoridades aeroportuarias, lo han convertido en un verdadero infierno. Ahora es un trámite engorroso que deseas que pase lo más rápido posible, que no pierdas ninguna conexión, y que no te hayan perdido la maleta al llegar a tu destino.

  2. Javier Irastorza 25-marzo-2024 / 9:44 pm

    Genial post, Diego.

    Dí que sí. En estos tiempos de estupidez, de Gretismo, de decrecentismo, de intentos de colarnos comunismo vestido de cualquier endemoniado disfraz de buenismo, tus posts compartiendo viajes, la felicidad de volar (por más que se emita CO2), de pasión por conocer nuevas culturas, el querer visitar rincones de antiguos infiernos de la Europa del telón de acero o al extremo Oriente… son una celebración de la libertad.

    Sigue así.

  3. Paco 27-marzo-2024 / 10:32 pm

    Un post digno de elogio.

    Como tú, comparto ese gusanillo de los vuelos internacionales (leyéndote he recordado el ardor que me dan los zumos y esos sándwiches gratuitos, que saben a gloria bendita). Y cómo en mi primer viaje de vuelta de Asia, en un lejano 2008, veía a lo lejos el Himalaya mientras escuchaba a los Beatles en un (ahora viejuno) iPod.

    Dicho esto, tan encantador y tan cuqui: no te deseo jamás en la vida que te encuentres con 13h de espera en la prisión-de-máxima-seguridad-siberiana que es la T3 de Beijing, como nos pasó a nosotros porque al funcionario de turno ese día se le puso en la flor que no salía nadie del aeropuerto a conocer su ciudad.

    Qué fuckin’ horror, por dios.

    Y aún así… estoy deseando comerme otras tantas horas en un vuelo internacional. Cuantas más, mejor.

  4. Marius 28-marzo-2024 / 3:22 am

    Excelente aporte. Apúntame en el #teamJavi, teniendo que viajar en ocasiones hasta 6 veces en el mes por trabajo, ya me parece algo de lo más tedioso, que si pudiera uno teletransportarse ya estaría yo en la lista. Pero te doy la razón, no es tanto el vuelo en sí, que como maravilla tecnológica per se, me siguen maravillando los aviones, tanto como la primera vez. Son los aeropuertos, sus revisiones, el hacinamiento y la gente insufrible que nos llega a tocar en algunas ocasiones lo que lo vuelve un infierno.

  5. javidiaz29 2-abril-2024 / 1:17 am

    Aquí el otro Javi que acaba de volver de Santiago de Chile.. 14h de vuelo directo a Barcelona en el que, como al #teamJavi se ha tragado N películas, M canciones y otros tantos paseos por el pasillo del A332 de Level..

    En fin, como comentáis, odiosa y agradable sensación a partes iguales de coger vuelos transoceánicos… que no nos falten nunca 😀

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