La escena es común en cualquier vuelo con origen o destino en Italia y algunos países de Europa del Este. Las ruedas del avión tocan el suelo, el piloto pone los motores en reversa para frenar el avión, y según el estruendo comienza a disiparse, una salva de aplausos recorre la cabina de pasajeros. Cuando era (más) joven pensaba que era una horterada propia de gente que no suele montarse en un avión. Después de un año y medio volando cuatro veces al mes, os seré sincero, me parece una costumbre maravillosa.
Un avión de pasajeros estándar es un tubo de sesenta toneladas de acero, aluminio, titanio y fibra de carbono en el que 200 personas recorren en dos horas un trayecto que hace cien años llevaba entre dos días y dos semanas, por un coste inferior a una fracción del 1% de lo que costaba un siglo atrás. Si eres, como yo, habitual de las aerolíneas low cost, por menos de lo que cuestan un par de menús del día habrás viajado en dos horas más de lo que el occidental medio de mediados del siglo XX hacía en toda su vida. Sinceramente, aplaudir se queda corto.
Tenemos asumido y normalizado que un aparato del tamaño de un edificio de oficinas pueda volar miles de kilómetros tranquilamente, pero la verdad es que es básicamente un milagro. Hasta hace no demasiado solía ir con mis hijos a la cabecera de pista del aeropuerto de Barcelona a ver aterrizar aviones. Allí vimos muchas veces aterrizar al Airbus A380 de Emirates procedente de Dubái. Es una mole del tamaño de un rascacielos de treinta pisos moviéndose a 250 kilómetros por hora; es tan absolutamente masiva que el cerebro no es capaz de procesar lo que está viendo, y parece que el avión está colgado en el aire, quieto, hasta que ya lo tienes encima.
También he vivido ese mismo aterrizaje desde el interior. El aparato es tan desmesurado que, a diferencia de lo que sucede en cualquier Boeing 737 o Airbus A320, cuando las ruedas tocan el suelo, apenas se nota una ligerísima perturbación en la cabina de pasajeros. Que eso sea simplemente posible, y no digamos ya habitual, merece no ya un aplauso, sino una ovación, dos orejas y rabo, vuelta al ruedo y salida por la puerta grande. Aquí lo dejo dicho: aplaudir en los aterrizajes me parece una costumbre maravillosa, y ojalá fuera más habitual.
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Tu sigue llenando la atmósfera de mierda con tus importantísimos e ineludibles viajes…
Lo haré, ¡gracias!
Supongo que sabrás, como buen aerotrastornado, la diferencia entre un avión y un helicóptero.:
– El avión es un aparato que sólo Dios sabe porqué vuela
– El helicóptero es un aparato que ni Dios sabe porqué vuela
Yo he viajado hasta hartarme en avión, ya ni finjo entender cómo funciona…. pero, aun así, no me gusta que la gente aplauda al aterrizar.
También te digo, no me importaría si lo hicieran en silencio :).
Me parece de mal gusto eso de aplaudir, me parece que da a entender que es una suerte que hayan aterrizado con bien, menospreciando el trabajo y capacitación del piloto y de toda la Ingeniería que hay detrás del diseño, construcción y mantenimiento de semejantes portentos tecnológicos.
Pero como folklore y tema de conversación, sirve bastante.
¿Por qué menosprecio? Yo siempre he entendido que se aplaude en concreto al piloto, que ha aterrizado de una pieza el avión. Al resto de la tripulación la felicitas y agradeces al salir. Y a los ingenieros… nadie se acuerda nunca de los ingenieros, eso es verdad.
Siento que es parecido a la musica. Uno le aplaude a los artistas cuando terminan de dar su espectaculo porque, aunque sabemos que van preparados y siempre lo hacen bien, siempre es un placer ver alguna persona talentosa desenvolverse en su arte, que en este caso seria aterrizar un avion.
Por una vez, no estoy contigo. Si se trata de admirar los avances científico-tecnológicos, también deberíamos aplaudir cuando el AVE llega a la estación de destino o cuando nos despertamos después de una colonoscopia.
Al aterrizar yo suelo gritar ¡Torero, torero!.
Poca gente me sigue…