El canto de los muecines me despertó en plena noche. Miré el reloj del móvil: las cuatro y media de la mañana. No son horas, pensé. Pero aún así salí a la terraza, todavía en pijama, para escuchar la primera llamada al rezo del día. Desde el balcón de mi apartamento se divisaba buena parte de la ciudad, a esas horas todavía sumida en las tinieblas previas al alba. Entre las luces de las colinas destacaban los alminares desde los que me llegaban los versos del corán. Sarajevo tiene un lugar en la memoria colectiva europea, y también en la mía personal, desde que las imágenes del asedio llenaron los telediarios del continente a principios de los años noventa. Han pasado más de treinta años desde entonces, y las heridas no sólo no han cicatrizado; ni siquiera han llegado a cerrarse del todo.

No eran ni las cinco de la madrugada cuando aparqué en el aeropuerto de Gerona. Por razones que desconozco, el único vuelo entre España y Bosnia (el único que ha existido, hasta donde yo sé) parte de la Costa Brava, a 90 kilómetros de Barcelona, mi ciudad. Salimos con algo de retraso por algún problema con el motor del 737 de Ryanair, pero a las nueve y media ya había aterrizado en el aeropuerto de Sarajevo, y media hora después estaba al otro lado del control de pasaportes. Una característica del aeropuerto de la capital bosnia es que no tiene transporte público. De ningún tipo. En teoría hay un bus que va al centro pero nadie en el aeropuerto supo indicarme dónde se subía uno a él, así que caminé un rato, cruzando carreteras y cunetas hasta la parada de trolebús más cercana, a un kilómetro de la terminal. Por suerte el cielo plomizo no acompañó con lluvia.

El trolebús me depositó junto a uno de los puentes sobre el río Miljacka, muy cerca del ayuntamiento de la ciudad. Decía Churchill que los Balcanes generan más historia de la que pueden consumir, y recordé la frase mientras caminaba hacia el apartamento, al pasar junto al Puente Latino, el lugar donde fue asesinado el Archiduque Francisco Fernando. Aquel atentado inició una reacción en cadena que acabó dando origen a la Primera Guerra Mundial; durante décadas, hasta la independencia bosnia, el puente se llamó Princep Most, en honor a Gavilo Princep, el tipo que apioló al heredero del imperio y a su mujer. Además de la peor guerra de la historia hasta entonces (su récord sería superado pronto), el magnicidio también provocó disturbios antiserbios en la ciudad, oleadas de detenciones y ejecuciones y la creación por parte de las autoridades vieneses de los Schutzkorps, una milicia bosnia dedicada a la captura y ejecución de serbios, sobre todo en las regiones de Bosnia limítrofes con Serbia. Fue el primer caso moderno de limpieza étnica en lo que hoy es Bosnia-Herzegovina. Aparentemente la cosa gustó, porque acabó convirtiéndose casi en costumbre en las siguientes décadas.

Mi apartamento estaba en la parte alta de un Mahala, los barrios que trepan por las colinas de la ciudad. El transporte público sólo llega a los márgenes del río, la única zona plana de la capital, así que me pasé la semana subiendo y bajando tremendas cuestas. Sarajevo era una ciudad única en los Balcanes: la única capital yugoslava que no sólo era multiétnica y multirreligiosa (hasta multialfabética) sino que además estaba orgullosa de ello. Su identidad era precisamente carecer de una identidad definida, los habitantes de Sarajevo eran serbios, croatas o musulmanes, pero ante todo eran sarajevitas. Una conversación casual con Luka, trabajador del servicio de limpieza del ayuntamiento, abunda en ello. Me explica que él nació en la ciudad en los años setenta y ha vivido allí toda su vida. Su madre era musulmana y su padre católico, y el profesa la religión de su padre. Yo le pregunto si se identifica como croata por lo católico y, sin pensarlo, responde «¿Croata? No, no, yo soy de Sarajevo».

De todas las personas a las que pregunto, Luka es la única que no tiene problema ninguno en hablar de cualquier cosa. Y es lógico porque es el único caso en el que la conversación la inicia él, cuando me ve dudando en qué contenedor tirar la basura. Habla un inglés claramente avanzado, aprendido durante el asedio, que él pasó alistado en la Armija, el ejército bosnio que se enfrentó durante casi cuatro años a la República Srpska y a las fuerzas croatas. Su historia es la historia de la práctica totalidad de los hombres mayores de 50 años de Sarajevo. La guerra les pilló en plena juventud y les enfrentó a sus propios amigos, y a veces hasta a sus familiares. No hay nadie que no perdiera al menos un pariente cercano durante la guerra, la mayoría más de uno, víctimas del hambre, de enfermedades, de bombardeos o de los francotiradores. Luka pasó la guerra pegando tiros en los montes que se echan encima de la ciudad, tan próximos que parece que se fueran a caer sobre ella. Es algo que llama mucho la atención: lo cerca que está Sarajevo de sus montañas, detalle que explica los casi cuatro años de bloqueo. De hecho, buena parte de la historia bosnia no puede explicarse sin su geografía.

Toda la región que hoy conocemos como Bosnia y Herzegovina (hay dos regiones con ese nombre, una dentro de la otra, pero llegaremos a eso más tarde) fue conquistada por el Imperio Otomano en el siglo XV, junto con buena parte de lo que hoy son Croacia y Serbia. A la mezcla de católicos y ortodoxos que ya existía previamente, se le añadió con el paso de las décadas la aparición de una minoría de conversos al Islam, que finalmente se convirtió en mayoritaria merced a las políticas de asimilación de los turcos, que no llamamos «coloniales» porque la historiografía ha decidido que lo de Turquía no se puede llamar colonialismo, pero básicamente era eso. Tras la Gran Guerra Turca del siglo XVIII, el Imperio Otomano pierde todo el territorio que hoy forma parte de Eslovenia y Croacia, incluída la costa Dálmata, pero conserva Bosnia, que es entonces cuando adquiere su forma triangular y se queda sin salida al mar salvo por el pueblecito de Neum, comprado a la República de Ragusa. Los católicos quedaron así ligados a Dalmacia (hoy Croacia) y los ortodoxos a Serbia (que no se independizó hasta el siglo XIX), mientras que los musulmanes, conversos y descendientes, mantuvieron su cercanía con Constantinopla hasta que Austria-Hungría se anexionó la provincia en plena descomposición otomana, a principios del siglo XX.

Serbios, croatas, bosnios y montenegrinos hablan variedades dialectales del mismo idioma (conocido internacionalmente como serbocroata) pero atrévete tú a decírselo. Las identidades en los Balcanes están forjadas por siglos de disputas por el territorio que los periodos de convivencia (la Yugoslavia de Tito y el reino inmediatamente anterior) no han conseguido borrar. Ni un poquito. Así que tras las independencias y guerras de los 90, cada país ha vivido un repliegue nacionalista que empieza por cómo denominar al idioma que comparte con sus vecinos. O, en el caso de Bosnia, con sus compatriotas. Los serbios sólo usan el alfabeto cirílico, y mientras que croatas y bosníacos sólo usan el latino. No existe una identidad compartida bosnia. Hasta la disolución de Yugoslavia «bosnios» designaba a los habitantes de la República de Bosnia y Herzegovina y nada más. La palabra «bosníaco» (en inglés, bosniak) no se empezó a usar hasta 1993, hasta entonces eran simplemente «musulmanes». La nacionalidad bosnia existe, pero los únicos que se sienten bosnios son los bosníacos. El resto de los bosnios se definen como croatas o como serbios. Y la división étnica es, desde 1995, también una división política.

Sarajevo es una capital bastante pequeña, poco más de un cuarto de millón de habitantes. El centro es fácil de pasear porque es llano, pero a 200 metros a cada lado del Miljacka empiezan las colinas, y pasear por esa zona es, bueno, entretenido para las rodillas, sobre todo si, como es mi caso, sobran muchos kilos por todas partes. Pero el paseo siempre merece la pena. Fui a Bosnia a trabajar, no porque tuviera algo que hacer allí, sino porque los trabajos remotos se llaman así porque pueden hacerse desde cualquier sitio, y gracias a las insondables políticas de Ryanair y al cambio fijo del Marco convertible bosnio con el Euro, vivir una semana en Sarajevo sale casi más barato que quedarse en casa. Así que me establecí una rutina de trabajo que incluía una pausa de un par de horas para comer y pasear por la ciudad, y una visita distinta a un museo o lugar relevante cada tarde al cerrar el portátil. La primera tarde la dediqué al barrio de Baščaršija, el viejo bazar otomano (que en realidad fue reconstruido en 1857) con sus infinitos puestos de recuerdos y restaurantes, y que también esconde tiendecitas de artesanía local no necesariamente orientada a los abundantes turistas turcos y albaneses. También hay dos mercados cubiertos (Bedestanes o Bezistanes) donde los sarajevitas de todas las confesiones acuden a comprar. En el centro del barrio está la Mezquita del Gazi Husrev-beg, la más conocida de la ciudad, y que admite visitas turísticas. Pero en el barrio hay también una Iglesia Ortodoxa y dos sinagogas, y a cien metros de allí se encuentra la catedral católica, con una estatua de Juan Pablo II en la puerta. Una auténtica encrucijada de culturas.



Desde la línea que marca el límite entre las ciudades nueva y vieja parte la calle Ferhadija, la más comercial de la ciudad, llena de tiendas de moda, heladerías, puestos de zumos y abundancia de LEDs en general. En un rincón aleatorio de la calle, delante de una cafetería, me encuentro una de las Rosas de Sarajevo, memoriales del sitio que marca todavía la el presente de la ciudad. Durante los 44 meses de asedio el ejército de la República Srpska lanzó medio millón de disparos de artillería sobre la capital, una media de casi cuatrocientas bombas al día durante tres años y ocho meses. Cuando impactaban sobre el asfalto o el hormigón, los morterazos dejaban un patrón muy típico, que, rellenado con resina o cera rojas, se asemejaba a una rosa. Hay más de doscientos por toda la ciudad, colocados en los lugares en los que la una explosión mató a tres o más personas.

Aprovecho una de las tardes libres para subirme a la torre más alta de Sarajevo, que es también la cima arquitectónica de Bosnia y de la antigua Yugoslavia. La Torre Avaz, con su fachada retorcida y sus 175 metros de altura, es la sede del periódico más importante de Bosnia, que le presta el nombre. Desde el mirador de la azotea se ven tanto el edificio de la Asamblea de Bosnia-Herzegovina como el hotel Holiday, dos de los símbolos de la guerra de 1992. En el Holiday Inn de Sarajevo se alojaban los periodistas que cubrían la guerra, como Arturo Pérez Reverte, que antes de ser el escritor más vendido de España fue reportero de guerra; de esa época, sospecho, le viene el tono de héroe agotado de sus novelas. El edificio de la asamblea fue uno de los primeros en ser bombardeado por la artillería serbia, junto con la bilbioteca, hoy ayuntamiento: se trataba de destruir las instituciones políticas y culturales de Bosnia, su misma identidad.



El sistema de gobierno de Bosnia es lo que en términos técnicos politológicos se denomina «un sindiós de tres pares de narices». La República de Bosnia y Herzegovina está dividida en dos entidades distintas, una de las cuales se llama, también, Bosnia y Herzegovina (la «Federación»), y la otra República Srpska. «Srpska» es la palabra en serbio para «serbia», pero como adjetivo, no como nombre. Las dos regiones tienen su parlamento y sus instituciones y son en gran parte autónomas; a efectos prácticos viven de espalda la una a la otra. Por encima de las instituciones regionales está el parlamento bicameral nacional, cuyos miembros se dividen entre las tres etnias de manera equitativa. 42 representantes (14 bosnios, otros tantos croatas y el mismo número de serbios) y 15 miembros de la Casa de los Pueblos, cinco de cada etnia. Por encima de ellos está el poder ejecutivo: la jefatura de Estado es tricefálica: durante un periodo de cuatro años un bosnio, un croata y un serbio van rotando en periodos de ocho meses. Pero ahora viene lo mejor: por encima de todos ellos está el Alto Representante para Bosnia y Herzegovina, una posición con enormes poderes de veto sobre cualquier legislación que salga de los diversos órganos parlamentarios y cualquier nombramiento de los poderes ejecutivo, legislativo o judicial. Puede disolver ayuntamientos, vetar leyes o destituir cargos a discreción. ¿Y quién es esta especie de monarca medieval que rige los destinos de un país? Un alemán.

Bosnia nace como estado independiente en los acuerdos de Dayton de 1995 con los que se puso fin a las guerras yugoslavas. El objetivo casi único del tratado era conservar la frontera exterior de Bosnia para evitar la legitimación de la conquista como fuente del derecho. Para ello, además de admitir la existencia de la República Srpska (fundada por los serbios de Bosnia en 1992 con apoyo militar de Belgrado), se decidió convertir al país en un protectorado internacional, que es lo que sigue siendo hoy. Al Alto Representante lo escogen los miembros del Consejo de Implementación de la Paz, un organismo con un nombre increíblemente rimbombante que forman un buen puñado de países, entre ellos España, pero que en última instancia está dirigido por Reino Unido, Alemania, Francia, Canadá, Japón, Estados Unidos, Turquiía y la Unión Europea. En resumen: la OTAN. Bosnia es una democracia increíblemente sui generis desde el momento en el que la persona más poderosa del país la escogen un puñado de gobiernos extranjeros. Occidente, en el fondo, está deseando quitarse de encima el marrón, que es incréiblemente impopular entre los bosnios de todas las etnias, pero se temen que en el instante en el que los bosnios se queden a cargo de su propio país, éste se hunda de nuevo en una guerra. Y, siendo honestos, es un temor legítimo.


En el parking junto al aeropuerto un señor me cobra un par de marcos convertibles (un euro) por dejar el Skoda rojo aparcado al sol. Un autobús deja salir un cargamento de asiáticos que se ponen en la cola justo delante de mi, así que decido dar un paseo por los alrededores. Estoy en el Túnel de la Esperanza, hogar de uno de los museos más extraños de la ciudad y de una de sus mejores historias. El asedio de Sarajevo empezó en abril de 1992, muy poco después de la declaración de independencia del país. Fuerzas serbias y paramilitares ya rodeaban la ciudad desde semanas antes y el inicio de los combates de la guerra de Bosnia supuso también el inicio del sitio de la capital. Desde cualquier punto es fácil entender hasta qué punto los serbios podían bombardear a placer las calles de Sarajevo, rodeada de colinas tres o cuatrocientos metros más altas que la propia ciudad. Pronto la capital quedó estrangulada por completo salvo por un único punto: el aeropuerto, que quedó pronto bajo control de los Cascos Azules de la ONU. Bosnia controlaba vecindarios completos a uno y otro lado de la infraestructura, pero el aeropuerto estaba fuera de límites también para la Armija, así que no podía ser utilizado para transportar armas, dado el embargo internacional aprobado por el Consejo de Seguridad, ni tampoco medicinas, comida o gasolina, más allá de la que la ONU hacía llegar. No había manera de cruzar las pistas del aeropuerto sin ser detectado, así que los bosnios decidieron que si no podían pasar por encima, lo harían por debajo.


Durante cuatro meses, voluntarios de la Armija excavaron a mano un túnel de 800 metros bajo la pista del Aeropuerto de Sarajevo, en condiciones generalmente penosas, sin apenas luz ni ventilación ni herramientas pesadas, a puro pico y pala, sacando toneladas de tierra con meras carretillas. En turnos de 24 horas, cientos de personas trabajaron a cambio de un sueldo en cigarrillos hasta que los dos extremos del túnel quedaron conectados en junio de 1993. Se tardó un año más en instalar una precaria vía férrea, iluminación artificial y ventiladores para renovar el aire. El túnel estuvo en servicio hasta principios de 1996, cuando dejó de ser necesario al terminar el asedio. Más de tres millones de viajes se realizaron a través de él, y miles de personas lo usaron para escapar del asedio, incluído Alija Izetbegovic, el entonces presidente de Bosnia y Herzegovina. Tras la guerra la infraestructura, cuyos extremos estaban en propiedades privadas, fue abandonada, y quedó casi completamente hundida durante la siguiente década y media, hasta que el dueño de uno de los extremos decidió abrir un museo, que es lo que se puede visitar hoy.



Aprovecho que he alquilado un coche para subir visitar los restos de la pista en la que se disputó la competición de bobsleigh en los Juegos Olímpicos de 1984. El trayecto hasta lo alto de la colina supone un desnivel de casi medio kilómetro por calles estrechas flanqueadas por mezquitas y casas encaladas. Consigo ascender en primera a costa de reducir en al menos cincuenta mil kilómetros la vida útil del embrague, que a ratos huele a quemado por el sufrimiento inhumano al que lo someto entre blasfemias contra todos los dioses conocidos, claramente arrepentido de haber hecho caso a Google Maps al meterme en semejante embolado. Sarajevo, como Barcelona, está muy orgullosa de haber acogido una cita olímpica y la iconografía de los juegos se encuentra por toda la ciudad, especialmente en las tiendas de recuerdos, donde Vučko, la mascota del evento, es omnipresente. El gigantesco tobogán de cemento es uno de los lugares favoritos de turistas y locales para pasear durante las tardes seleadas de verano. Grupos de guiris, y parejitas de veinteañeros se hacen selfis en el hormigón cubierto de grafitis que cuarenta años antes era el orgullo de la ciudad. Los Juegos Olímpicos de Sarajevo fueron, probablemente, el punto álgido no sólo de la ciudad sino de Yugoslavia, un raro momento de unidad nacional, especialmente cuando un esloveno se convirtió en el primer atleta del país en lograr una medalla en unos juegos de invierno. Es asombroso pensar que en apenas siete años la situación política degeneró hasta el punto de provocar una guerra donde se dejaron la vida cien mil personas y que envió al país medio siglo atrás en todos los sentidos.


El próximo día, la segunda parte de estas crónicas bosnias, con excursiones a Mostar y Srebrenica. Mientras tanto, puedes ir leyendo otras visitas a la antigua Yugoslavia:
Road trip adriático: Kotor, el Dubrovnik barato
Road trip adriático: Dubrovnik, el Kotor caro (y Podgorica, la capital más fea de Europa)
Como me enamoré de Skopje, la capital más absolutamente enloquecida del continente
Un paseo por Zagreb, la capital de Croacia
Puedes encontrar esta historia, y todas las demás, en El Mapa de Fronteras
Y si te gustan estas historias, te encantará, sin duda alguna, HISTORIONES DE LA GEOGRAFÍA, donde se habla de Bosnia junto con otro centenar más, narradas con el mismo tono serio y académico que caracteriza este lugar. Si eres lector de este blog, estás legalmente obligado a comprar el libro. No me lo invento, es la ley, y la ley se cumple. Estás tardando. COMPRA MI LIBRO. ES UNA ORDEN
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Buenos días, Diego;
Siendo de esa mayoría silenciosa que te lee y te admira, pero no comenta, hoy voy a romper mi costumbre.
De entrada reconocer que te envidio por tus viajes y por cómo escribes, con ese punto de humor canalla. Pero hoy lo que me mueve a escribir es tu referencia a la «Herzegomina» que, si fuera para meterte con el estilo capilar de un Bosnio, Serbio o Herzegobino estaría muy bien traido. Pero hacer el chiste con algo tan rastrero como un arma antipersonas… me da cienta pena. Igual esa era tu intención. ¿Lo era?
Enhorabuena y gracias, esperamos la siguientes.
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Hola, Alpaca. Es un juego de palabras inocente que se me ocurrió ante la señal de alerta junto al aeropuerto. Podía haberlo hecho también con un uruguayo que intima con una bosnia y la llama «Herzegomina». No pretende ofender, sólo entretener, meto uno o dos de estos siempre que puedo. En todo caso, gracias por el comentario. Espero que el próximo chiste atroz te guste más 🙂
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La herzegomina en realidad es lo que usan en Bosnia para peinarse
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Hay algo que se me está escapando en esa acepción de «mina» como algo relacionado con el cabello, confieso.
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Añádele «go» al principio:
https://www.perfumeriasavenida.com/cabello/fijacion/gomina-y-cera
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Ay, madre, estoy absolutamente mongólico xDDDDDD
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El ayuntamiento parece el Gran Teatro Falla
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Excelente, como siempre. Incluye la mejor definición política de Bosnia y Herzegovina que he leído: un sindiós de tres pares de narices. Y en mi último día en Sarajevo también tomé un taxi de Paja, je…
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Enhorabuena por todo el blog, es de lo mejor.
Pero he de hacerte una puntualización: la banda Franz Ferdinand es totalmente del siglo XXI, de hecho nació con él.
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Tienes toda la razón… pero el chiste tenía menos gracia 🙂
Considéralo una licencia literaria xD
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