– OK, boomer
– Te repito que no soy boomer. Esos eran mis padres. Soy Generación X. Xennial, concretamente.
– Lo que tu digas, boomer
Cuando Christian nació, yo ya era mayor de edad e iba por mi segunda novia formal. Cuando empecé a escribir este blog a él le quedaban un par de años para abandonar la primaria. Este año Christian cumplirá 28 años, que son los que tenía yo cuando en enero de 2008 publiqué el primer texto de Fronteras. Nos conocimos en persona hace cuatro veranos en su primer Eurotrip. Él mismo contó aquel encuentro en el texto increíblemente largo que escribió para Fronteras relatando su viaje a la triple frontera entre Colombia, Brasil y Perú. Hace unos cuantos meses empezó a organizar su segundo viaje a Europa y me propuso que participara. Nuestra primera idea fue quedar un fin de semana en Malta o Roma, pero luego la cosa se fue un poco más allá. «Me gustaría visitar Armenia», me dijo, como si Armenia fuera Sabadell y no un país asiático a cinco horas y media de vuelo de Barcelona. Lo descarté de inicio pero según iban pasando las semanas los astros se fueron alineando. «Hay un tren nocturno soviético para ir de Georgia a Armenia». No hay una sola versión del multiverso en la que yo pueda ignorar una declaración así, y poco después me vi una madrugada entre semana hablando por Skype con Christian mientras comprábamos billetes de avión al Cáucaso.

Chris llegó a Barcelona desde el sur de España a eso de las once de la noche de un viernes, y lo primero que tuvimos que hacer fue encontrar una lavandería abierta a esas horas. En toda la ciudad había exactamente una, que además también ejercía de bar, en la más improbable de las combinaciones. Mientras la ropa se secaba discutimos nuestro recorrido de los siguientes días. Aterrizaríamos en Kutaisi, la tercera ciudad de Georgia, unida de forma también poco probable cuatro veces por semana con mi ciudad merced a la extrañísima pero aparentemente exitosa política de hubs aéreos de Wizzair. Dedicaríamos cinco días al país, que recorreríamos desde el Mar Negro hasta su capital, y posteriormente viajaríamos otros cuatro días a Armenia, para regresar desde Ereván hasta Roma, donde nuestros caminos se separarían. Era un auténtico planazo. Lo que no sabíamos en aquel momento, bebiéndonos una cosa llamada Fritz Kola mientras la secadora daba vueltas, es que el viaje iba a ser uno de los más divertidos, accidentados y surrealistas de nuestras vidas, en una parte no pequeña precisamente debido a la evidente diferencia de edad.

En una lavandería de Tiflis nos preguntaron si éramos padre e hijo. En Armenia nos preguntaron si éramos pareja. Cuando eres un cuarentón obeso de viaje con un veinteañero sólo hay dos posibilidades a ojos de un desconocido: ser su padre o ser su sugar daddy. Era tan condenadamente complicado explicar por qué nos conocemos y qué demonios hacíamos por el Cáucaso subiéndonos a lugares a los que no deberíamos subirnos, que era preferible que se quedaran con la segunda opción. Lo cierto es que la diferencia de edad se notaba, pero no de la manera que cabría esperar. Yo soy un tipo con dos niños, un divorcio y un puñado de cicatrices literales y metafóricas a mis espaldas, y Chris, a mis ojos, es ligeramente mayor que un crío de preescolar. El que avergonzaba al otro con sus chistes absolutamente atroces y fuera de lugar, por supuesto, era yo, y el que ponía nuestra vida en riesgo de manera completamente innecesaria era él, aunque también a veces era yo.

Chris metió el coche por pistas forestales donde yo no habría conducido ni siquiera en mis sueños más enloquecidos, y generalmente soportaba con una sonrisa mis aullidos histéricos, sufriendo por la suspensión del coche como si fueran mis rodillas y no los amortiguadores los que crujían desesperadamente. Desde mi punto de vista su manera de conducir era la propia de un miembro de la Mara Salvatrucha huyendo de la policía guatemalteca, y para él yo conducía como una ancianita ciega y sorda que sólo puede rozar el acelerador con la punta del zapato. Sin embargo ambos tolerábamos la manera de conducir del otro sin excesivos problemas. De la misma manera nuestra relación con el mundo y nuestra forma de existir en general se parecen, aunque no son iguales. A los dos nos encanta hablar con gente random allá donde vamos, pero su carencia de vergüenza es muy superior a la mía, igual que su capacidad de entablar conversación con el primer ser humano disponible, aunque sea un anciano armenio que sólo chapurrea ruso. Durante el viaje llegamos a lugares a los que yo no habría ido solo jamás. También acabamos en sitios donde no deberíamos haber acabado, pero esa es otra historia que será narrada dentro de unas semanas. Quedémonos con que viajar con un veinteañero con miedo a pocas cosas es a ratos estimulante y a ratos aterrador.

Por supuesto, un uruguayo y un español hablan el mismo idioma, pero a ratos es absolutamente hilarante comprobar hasta que punto podemos resultar alienígenas. Viajando con un uruguayo uno se da cuenta de la frecuencia con la que los españoles usamos el verbo coger. Cogemos los trenes, los coches, cogemos la ropa para meterla en la maleta, cogemos un taxi, un avión o el metro, cogemos la comida en el supermercado y las bebidas en el bar, cogemos los billetes, cogemos el cambio, cogemos la salida en la autopista y cogemos la segunda calle a mano derecha; nos pasamos todo el maldito día cogiendo. Uno podría imaginarse que después de ciento cincuenta veces escuchando a un español cogiendo cosas el uruguayo podría inmunizarse, pero no. Aparentemente nunca deja de ser gracioso. Como tampoco deja de serlo la facilidad del rioplantense para «correrse». «Correte aquí, por favor», no mira, eso prefiero hacerlo en la intimidad, si no te importa. Chris y yo nos pasamos las horas de asfalto y gravilla mofándonos de las muletillas del español del otro. «Joder, esto es la hostia, coño», como coletilla para literalmente cualquier cosa por su parte, «Sos repelotudo, la recalcada concha de tu hermana/de la lora» cada doce kilómetros por el mío. Igual que cuando uno encuentra un diccionario de cualquier idioma lo primero que busca son las palabrotas, lo que más rápido se aprende en cualquier variedad dialectal del castellano es a insultar.

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Llevo leyendo tus artículos solo desde hace 1 año. Pero eres muy crack en la forma de redactarlos, me encantan!
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Esta debe estar, sin duda en el top 10 de las entradas más hilarantes de tu blog.
PD: Tuve que buscar que significado tenía «correrse» en España para que fuera malsonante.
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Fritz-kola, el refresco de Hamburgo. Sí que es random, sí. Tanto como que el que suscribe y un matrimonio andaluz sean los únicos clientes de una terraza hamburguesa mientras los skaters locales se afanan con mopas y escobas a secar su pista de patinaje en lo que fue el zoo y antes los baluartes de esa ciudad libre hanseática. Eso me recuerda la Fritz-kola.
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