Colombia, Perú, Brasil: viaje a la Triple Frontera del Amazonas

A veces tengo poco tiempo para escribir y aprovecho para que sean los lectores los que me hagan el trabajo sucio. En esta ocasión nada menos que Christian Macías, un tipo que por poco no es más joven que este blog y que lleva acampando por aquí desde que tenía (él, no el blog) doce años. Hace como medio año me envió este texto, pero mis proverbiales vagancia e incapacidad han ido posponiendo su publicación hasta hoy. En mi defensa diré que la longitud original del texto era equiparable a la del propio río Amazonas. En todo caso, cualquier mérito del mismo es de su autor, y cualquier demérito, del editor de las tijeras. ¡Que ustedes lo gocen! 

Introducción

Mi nombre es Christian Macías, y al momento de escribir estas líneas mi edad sobrepasa el cuarto de siglo. Soy lector de Fronteras desde 2009 (como les cuenta el dueño de esta disco en una entrada anterior). Probablemente descubrí este espacio en alguna noche veraniega (austral) buscando información sobre algunos de esos fenómenos que bien han sabido ponerle nombre por acá: límite, enclave, metaenclave, territorio en disputa… En definitiva, llegué acá para confirmar que había otra gente a la que le surgían las mismas inquietudes que a mí, lo cual para un nene de doce años era ciertamente sorprendente. A lo largo de más de una década pude leer y aprender sobre todo tipo de lugares, algunos que finalmente visité, como el apasionante caso de la isla caribeña de San Martín, donde uno puede asolearse y meterse arena en lugares impensados luego de sufrir un jetblast en Maho Beach y diez minutos después saltar entre la única frontera entre Francia y los Países Bajos. En definitiva, experiencias que sólo disfrutamos los que tenemos algún tipo de desorden mental. Hasta que un día, allá por el 2021, en plena pandemia y brote de la variante Delta del covicho, armé un viaje a uno de los pocos países europeos que aceptaba turistas vacunados, de cuando ser vacunado todavía era algo inusual, y terminé eligiendo el país y la ciudad donde habita el dueño de esta secta, y no se me ocurrió mejor idea que escribirle. Recuerdo que no sabía muy bien cómo encarar el tema (más fácil me parecía mandarle una carta a Xi Jinping). Fui al grano y me presenté como un lector que quería conocer al autor del blog que había pasado la mitad de su vida (literalmente) leyendo. Una suerte de meet & greet, pero sin sorteo por Instagram. Encima lo mandé vía DM de Twitter. Pese a todo, a los días respondió con un qué alegría leerte (subtexto: qué miedo) y, luego de asesorarse bien con la CIA, me terminó pasando su celular y marcamos para encontrarnos en su restaurante favorito en Barcelona.

Nota de Diego: mi restaurante favorito de Barcelona es La Taberna del Cura, Post no patrocinado

No sé cómo se lo imaginan ustedes al Diego, pero si se ríen leyendo sus ocurrencias, imagínense en persona. Ese no fue el único encuentro de la semana, puesto que un par de días después también le pude escuchar el mismo acento, pero en inglés, que es algo así como escuchar un cover de Sandaru Sathsara. Lo cierto es que pasamos tremendamente bien y quedé en que algún día le regalaría una entrada sobre algún viaje con bastantes tintes fronterizos. Una acción en honor a la amistad, el encuentro y todo lo bueno que me aportó este lugar, De agosto de 2021 a esta parte pasaron muchas cosas, entre ellas la chance de conocer a Coke y al Sr. Mapache (integrantes de oro de este grupo de autoayuda transnacional), y pude realizar un par de viajes más que me dieron el empuje final para completar estas líneas que vienen a continuación. Diego, perdón por irme por las ramas, creo que igual esto ya te lo veías venir. A los demás: que disfruten así como disfruté yo de todo este proceso. Agarren mate y termo que empezamos.

El Amazonas

El río Amazonas es comúnmente conocido como el río más largo del mundo, con 7.062 kilómetros de largo. Esta no es su única curiosidad. Su desembocadura, en forma de delta, ocurre prácticamente sobre la línea del ecuador. Es también el más caudaloso del mundo, tanto que abarca el territorio de nueve países. A diferencia del Nilo, el Mississippi, el Paraná o el Rin, en 2023 todavía no existe, sorprendentemente, ningún puente que atraviese el río Amazonas. Pero sí lo atraviesan fronteras. Nace en Perú, atraviesa Brasil -aguas arriba de Manaos, los brazucas lo conocen como río Solimões– y sus aguas marrones se funden finalmente con las transparentes del Océano Atlántico. Pero eso no es todo. Si ampliamos un poco el mapa y nos vamos hacia la cuenca media del río, notaremos que hay un tercer país en juego.

 

Por un pelito, el Amazonas también es colombiano. Unos 100 kilómetros de riberas, para ser más precisos. Colombia accede a este espejo de agua por uno de esos bizarros productos de la geopolítica: un territorio que juega, cual si fuera La creación de Adán, a tocar el río y colarse entre Perú y Brasil. Este severo corte, trazado a escuadra y tiza y sin sentido aparente, es lo que nuestros amigos cafeteros conocen como Trapecio AmazónicoEl pasajero que sobrevuela el área no contempla más que un inmenso manto verde y líneas marrones que serpentean por él. Sólo gracias al mapa de la pantalla del avión es que uno se entera que allí debajo hay fronteras. 

El Amazonas, a ras de agua

En el extremo sur del Trapecio Amazónico está enclavada la ciudad de Leticia y sus 42 mil habitantes. Por el oeste, el río Amazonas la separa de Perú; por el otro lado, hacia el oriente, la frontera seca con Brasil encierra a la ciudad mediante una larga línea (una recta de más de 200 km conocida como Apaporis-Tabatinga), que en su final tiene un extraño quiebre hacia el oeste y sigue el curso de una pequeña cañada hasta morir en el río. El trifinio Brasil-Perú-Colombia ocurre en medio del cauce del Amazonas, y es de paso el punto más austral del último país. Pese a que la densidad poblacional en la Amazonía es bajísima, justo del otro lado de la raya se levanta la ciudad de Tabatinga. La localidad está completamente conurbada con Leticia y sus habitantes pueden transitar libremente de un lado al otro sin trámites migratorios. No es algo único en Sudamérica, pero sí en Colombia. En definitiva, estamos ante uno de esos casos que a los cazadores de fronteras (o frikis fronterizos, o disfuncionales) nos encantan. La situación geopolítica, cultural y natural del lugar convierten a esta triple frontera en una de las más interesantes para conocer. Tanta fue la fascinación por este lugar que me prometí que un día me daría la oportunidad de irme hasta ahí. Esa oportunidad finalmente llegó el año pasado, como parte de mi segundo viaje a Colombia y en compañía de mi amigo bogotano Sebas (que por si acaso ya lo voy mencionando).

El Amazonas, desde el aire

No hay forma de llegar por vía terrestre a Leticia; de hecho la carretera más cercana está a más de 500 km. La forma más fácil, sin caminar por la selva durante días, es por vía aérea desde Bogotá. La segunda forma es navegando, bien desde Iquitos, que tampoco tiene acceso por carretera; o desde Colombia a través de los ríos Putumayo y Caquetá, pero ambos cursos desembocan en el tramo brasileño del Amazonas y luego, encima, habría que navegar aguas arriba. La tercera y última ruta es partiendo de un puerto caribeño (por ejemplo, Cartagena) y bordeando el continente hasta la desembocadura del Amazonas y luego aguas arriba. El viajecito demora habitualmente más de un mes, pero es la alternativa viable para la mayor parte de los víveres, insumos y hasta vehículos. 

Mi viaje

Yo opté por un cómodo vuelo en la low-cost VivaColombia. Esa noche de mayo arribamos con Sebas en la terminal del Aeropuerto de Leticia. Al abrirse la compuerta del avión, de inmediato fui invadido por una brisa caliente y terriblemente húmeda; en dos minutos tenía ya la ropa pegada, y lamenté una y mil veces no haberme cambiado la ropa que había usado en el frío montañoso de Bogotá. Leticia es una punta apartada del resto de Colombia en prácticamente todo sentido. Una suerte de archipiélago de San Andrés, lejano pero continental. Acá la gente se veía completamente diferente. De hecho, eso es una de las cosas más fascinantes de este país. Había estado yo en la costa caribeña, donde predominan los afrodescendientes; en Medellín y alrededores, donde los paisas en su mayoría son mestizos; incluso Bogotá se distingue del resto del país porque allá es donde vi más personas caucásicas. Y todos tienen acentos notoriamente diferentes. Los habitantes de Leticia tienen también sus rasgos marcados y, como fui aprendiendo durante los siguientes cuatro días, pertenecen a varias etnias entre las que se destacan los Ticunas, los Yucunas y los Uitoto.

Mural alegórico en Leticia, Colombia. De qué es alegórico, se lo dejamos decidir al lector

Salí del aeropuerto y me subí a un taxi junto a otros extranjeros que íbamos para el mismo hostel. El chofer me contó que venía de Bogotá y que el estilo de vida tranquilo y la oportunidad laboral lo habían afincado acá en el extremo sur de su país, que cuando extrañaba simplemente se tomaba el avión para ir a ver a sus familiares y listo. En el camino me llamaron la atención dos cosas: que algunos de los autos que circulan por Leticia tienen placas de ciudades como Bogotá DC, Cartagena e incluso de Medellín y Envigado, que como dije antes sólo pueden llegar por barco; y que son tremendamente comunes los tuktuk, esos triciclos motorizados que hacen las veces de taxis y que son imaginamos más en las calles de India y el sudeste asiático.

Motos y tuk tuks en Leticia, Colombia

En un momento el chófer entró por una calle oscura y con el pavimento destrozado. Tras parar frente a un basural el hombre bajó rápidamente; no tengo prejuicios contra este país pero por un momento dudé si caeríamos en uno de esos secuestros de las películas. En realidad estábamos en la puerta del hostel y el buen hombre sólo quería ayudarnos con el equipaje. Tras hacer el checkin intentamos conectarnos a la wifi del establecimiento y fue lo mismo que la nada. Es otro problema típico de la zona: no hay conexiones terrestres y las comunicaciones se realizan por vía satelital, así que las velocidades son lentas y el servicio nulo en horas pico. Resignado al mood «no hay wifi, hablen entre ustedes, Sebas y yo nos fuimos a caminar. En seguida nos topamos con un puñado de soldados armados hasta los dientes. Resulta que junto a nuestro hostel estaba la prisión departamental; mientras decidía si esto me traería calma o preocupación caminamos hasta la plaza principal y luego hasta la Calle 8, la vía comercial por excelencia de la ciudad. Allí nos dimos cuenta de los rasgos fronterizos de la ciudad; en los altavoces que daban a la calle convivían ritmos típicamente colombianos como la salsa con los sonidos del tema Tá Rocheda, un forró piseiro típicamente brasileño que estaba de moda en aquel momento y que al día de hoy me sigue transportando mentalmente al lugar.

Soldados patrullando las calles de Leticia

Leticia y las fronteras

Como ha pasado en muchas partes del mundo, la civilización occidental y la colonización trajeron consigo el concepto del Estado-nación, de país, y la necesidad moderna de determinar dónde empieza uno y termina el otro. Un límite que separa los dominios, jurisdicciones y responsabilidades de unos y otros, pero también une, como hemos visto en las decenas de entradas de este blog. Las sociedades que aquí habitan lo hacen desde mucho antes de que se impusiera una triple frontera por intereses que son ajenos a estas personas. Según hayan quedado de un lado u otro, pasaron a ser considerados colombianos, peruanos o brasileños y adoptar como lengua el español o el portugués, pero entre ellos perfectamente se podrían comunicar en sus lenguas nativas. Su cultura se ha visto mediada por las instituciones modernas, como el sistema de justicia y el Derecho, que acaba entrometiéndose en sus costumbres y tradiciones. Todos fenómenos que, me imagino, generan acalorados debates académicos entre sociólogos, juristas y antropólogos. En el Museo Etnográfico nos contaron que en el último siglo algunas tradiciones debieron adaptarse o cambiar casi completamente. Un ejemplo es el del ritual de la pelazón, por el cual las niñas de la etnia ticuna transitan hacia la madurez: durante ocho meses la niña permanece encerrada mientras las mujeres de la aldea le transmiten todo tipo de enseñanzas. Al final de este periodo se celebra un ritual donde a la niña la pintan y drogan para luego arrancarle todos los pelos de la cabeza. El mismísimo horror para cualquier occidental, a toda vista conflictivo con los derechos modernos de los niños. Hoy se acepta que las niñas puedan asistir a la escuela y ya no se le arranca el cabello; simplemente se corta con tijeras. Una solución que, para la mayoría de los que están leyendo ahora, debe parecer “más civilizada”, pero ¿son más correctos nuestros valores? La respuesta se las dejo a los especialistas.

Museo etnográfico de Leticia

El puerto fluvial de Leticia, es una enorme y caótica sucesión de muelles flotantes y canoas, con personas y mercadería circulando. Aquí entendí otra de las características de la región amazónica: durante la época lluviosa -en la que estábamos- el nivel del río sube hasta dos o tres metros. Entre estación y estación, la costa puede avanzar o retroceder cientos de metros. Frente al río se encuentra un gran mercado donde los comerciantes venden varias especies de pescado -entre ellas, piraña- y de frutas, que en un 70% resultaban exóticas para un uruguayo como yo. Desde allí nos dirigimos a la frontera. A Brasil se llega a través de la Carrera 6. El cruce con la Calle 3 es la última esquina de Colombia, y allí se alzan letreros indicando la frontera y un enorme mojón limítrofe de dos metros que indica el final de un país y el principio del otro. En el suelo hay una línea que parece indicar claramente por dónde corre el límite, como para que no quepan dudas. Del lado colombiano hay una casa de cambio, que con mucha creatividad le han puesto de nombre La Frontera, pero no termina allí la diversión. Las ventanillas dan hacia Brasil y el mostrador está prácticamente sobre el límite, por lo que en los hechos hay que cambiar de país para cambiar moneda, o visto de otra forma, los brasileños pueden cambiar moneda en Colombia sin salir de su país, tan sólo metiendo las manos. Nos tomamos fotos con el cartel que reza “Frontera Colombia – Brasil”, que simboliza el único paso terrestre oficial entre ambos países, y nos internamos en el gigante del sur.

Atardecer amazónico en Leticia
Cambio de moneda en la frontera entre Colombia y Brasil
Maravilloso signo trinacional en la frontera entre Leticia y Tabatinga
Marco fronterizo en el que el límite internacional gira noventa grados
Otro marco fronterizo entre Brasil y Colombia
Motos y tuk tuks en la frontera entre Leticia y Tabatinga

Tabatinga

En las primeras dos cuadras hay muchos comercios, que generan un ambiente que me recuerda mucho a lo que vi toda mi vida en Chuy/Chuí y Rivera/Santana do Livramento en el límite con Uruguay, a tan sólo 3.700 km de allí. Esto es: supermercados mayoristas con carteles bilingües, con especial énfasis en algunos rubros como carnes, pollo, refresco de guaraná, bebidas típicas como la cachaça y dulces típicos, como los bombones Garoto. Entendí que así como hacemos los uruguayos, los que vienen del resto de Colombia por turismo también tienen fascinación por estas cosas. Más allá hay algunos bares que por la noche atraen con las clásicas caipirinhas y demás tragos. Tabatinga resultó ser una ciudad con mucho menos movimiento que su vecina y se veía mucho más descuidada, tanto en las construcciones como en sus calles (las secundarias eran casi todas de tierra y estaban en muy mal estado, mientras que en Leticia la mayoría estaban hechas de concreto –hormigón-), con muy pocos árboles para protegerse del sol casi ecuatorial. Visitamos un par de edificios públicos y una iglesia y luego enfilamos en dirección al río hasta llegar al puerto fluvial que era, de nuevo, una enorme casa flotante con muelles improvisados de madera.

Puerto fluvial de Tabatinga
Otra imagen del puerto, caótico y destartalado

Almorzamos en el mercado, donde la gran mayoría de los comerciantes eran peruanos que vivían de ese lado de la frontera, y descubrí que, a diferencia de la frontera de Brasil con Uruguay, donde el portugués predomina sobre el español, acá era el castellano el que prevalece sobre la lengua de los brasileños. Pagué con pesos colombianos (las tres monedas de los países se aceptan indistintamente en el mercado informal, en esa época a razón de 1 real = 1 sol = 1000 pesos) y bajamos nuevamente al puerto, donde nos ofrecieron transporte en menos tiempo de lo que demoraron en volverse trendic topic los Twingo y los Casio tras el lanzamiento de la sesión de Bizarrap con Shakira. Esta fue nuestra primera interacción de tantas con el río. Las embarcaciones típicas suelen ser super bajitas, dado el escaso oleaje del río, y largas; casi todas son lanchas a motor con un sector que cubre a los pasajeros de los rayos del sol. Junto a nosotros viajaban dos monjas que necesitaban cruzar a la orilla peruana, así que por voluntad de dios (malísimo) terminamos llegando a este país un poco antes de lo previsto luego de regatear el costo del cruce. Navegando por el río es muy difícil distinguir el punto donde la orilla brasileña da lugar a colombiana; de hecho sólo se nota porque cambian los banderines que ostentan muchos de los habitantes de las cientos de casas flotantes.

Ayuntamiento de Tabatinga, Brasil
Una calle cualquiera de Tabatinga
Mercado municipal de Tabatinga
Mural tremenda y probablemente inmerecidamente optimista acerca de Tabatinga

Santa Rosa de Yavarí

En medio del enorme río Amazonas se encuentra la isla donde se asienta Santa Rosa, que en esa época se encontraba casi completamente bajo agua. Luego de zigzaguear entre un vasto humedal, las casas sostenidas por palos nos anuncian que estamos entrando en el pueblo. La calle principal de Santa Rosa tiene un muro que hace las veces de atracadero. El viajero es recibido por un par de carteles alusivos a que uno se encuentra ya en Perú, una casa de cambio y unos cuantos bares de diverso tamaño. Procedemos a pisar por primera vez, atentos a comenzar con el pie derecho, y nos disponemos a caminar a recorrer la calle. Santa Rosa es una comunidad muy diferente a Leticia y Tabatinga.  La economía del lugar parece consistir en la pesca y en menor medida del turismo. Las pizarras de los bares invitan a degustar el pisco peruano y la Inca Kola. Pronto descubrimos que esta calle es de hecho la única que se puede transitar con vehículos (nuevamente, tuktuks) porque todas las demás se han inundado.

Una calle anegada en Santa Rosa, Perú
Otra calle anegada más
¡Una calle seca!

Avanzamos unos cien metros entre bares, hosterías y puestos de venta de fruta y nos topamos con la casa de la municipalidad de Isla Santa Rosa (nombre oficial del lugar), a la que obviamente entramos a hacer algunas preguntas. Entre mapas y el relato de los funcionarios que allí trabajaban, entendimos cómo es la calidad de vida en un lugar que queda a varios días de navegación de Iquitos. Sin embargo, la charla adquiriría algo más de interés cuando nos hicieron notar que uno de los que estaba allí sentado observando la conversación era, precisamente, el alcalde. Luego de presentarse, vino a mi mente la imagen de un tal Max Ortiz que yo había visto en Youtube de casualidad meses atrás buscando información sobre el poblado. Era él mismo. En agosto de 2021 le confirmaba a un canal de televisión de Lima que, ante el asombro de los periodistas, nadie nace ni muere en Santa Rosa puesto que carece de hospital y de cementerio. Frente a mí tenía a ese hombre, que de repente pasó a ostentar una extraña fama, para seguir haciéndole preguntas Me confirmó que el pueblo tiene desde no hace tantos años red eléctrica con alumbrado público, pero sigue sin tener agua corriente y mucho menos saneamiento. Pensándolo bien, siendo que el 80% de las casas están construidas sobre el agua, probablemente esto nunca ocurra. Recuerdo que esa tarde nos sentamos con Sebas en uno de los bares que tenía un deck de madera para disfrutar de la hermosa vista del río y me dispuse a preguntar por el baño, como si estuviera en cualquier lado. La realidad de Santa Rosa se manifestó nuevamente: el baño tenía un inodoro, pero no había ningún tipo de cañería sino que el desecho iba a caer dos metros más abajo, directamente en las aguas del río. Después de hacer lo mío noté que tampoco había algo así como un grifo para lavarme las manos. Ante mi solicitud, la mujer que atendía el bar trajo un bidón azul lleno de agua, el cual agradecí, hasta que me di cuenta que era simplemente agua marrón del río. Creo que nunca antes me había dado cuenta de cuán valiosa es el agua que recibimos en nuestras casas todos los días, que al menos en mi país es potable y segura.

Ayuntamiento de Santa Rosa, en Perú
Pasarelas elevadas para sortear las inundaciones

Aprovechamos la tarde para recorrer de punta a otra el pueblo y adentrarnos en algunas de las calles inundadas. En cada una de ellas los vecinos han construido con planificación toda una sucesión de puentes de madera, de una o dos tablas de ancho, y por las cuales idealmente sólo puede pasar una persona a la vez. De algunos de los palos quedan amarradas varias canoas. A medida que avanzamos, el terreno inundado refleja el celeste del cielo y las nubes negras que amenazan con lluvia, lo que le da al paisaje un encanto fotogénico inigualable. En muchas de las casitas hay ancianos sentados, que no dudan en devolver el saludo y sonreír ante nuestra presencia. Son ya las cinco de la tarde, por lo que hay bastante movimiento dentro de la única escuela de la zona, a la que ingresamos para ver a decenas de padres y niños corriendo por los pasillos. De los grifos de la escuela tampoco salía agua. Luego de recorrer, embarcamos nuevamente hacia Leticia, no sin antes pedirle al barquero que se detenga en el medio del cauce para tomarnos fotos y disfrutar de una vista desde el punto donde confluyen los tres países. Una vez que se apagó el motor vino a mí una sensación de paz enorme. El sol iba tiñendo las nubes y, salvo alguna brisa y el lejano ruido de otra embarcación, el Amazonas emanaba un silencio brutal. A mi alrededor, la sociedad del agua se iba preparando para el final de otra jornada, ajena a mi presencia y también a los límites que unos burócratas trazaron muchos años atrás entre cuatro paredes.

Lancha en el río Amazonas para ir de un país a otro

Había finalizado así el primer día completo por esta región del mundo, pero yo sólo había conocido la punta del iceberg. Desde las tres localidades, y en especial de Leticia, parten todos los días excursiones de uno o varios días hacia los puntos más recónditos de la Amazonia, diversos páramos naturales, algún complejo turístico y comunidades indígenas que podrían extender la experiencia casi al infinito.

¿Cómo siguió nuestro viaje? Por nuestra parte optamos por conocer Puerto Nariño, la otra “ciudad” colombiana del Amazonas a dos horas de viaje río arriba, en un paseo guiado. Al final de esa jornada, el guía nos invitó a una de las mayores aventuras de nuestra vida con una frase muy simple: “ustedes hasta ahora han visto el Amazonas desde el agua, pura agua; creo que merecen conocer también tierra adentro, hacia la alta selva”. Con esta máxima, para el tercero y último día completo decidimos aceptar su propuesta y nos adentramos en la selva al norte de Leticia durante unas 20 horas (acampe incluido), experiencia que no voy a detallar hoy, pero que nunca voy a olvidar y que recomiendo vivir a todo aquel que tenga ganas de hacer algo completamente diferente a lo de cada día. Recuerden, eso sí, hacerlo siempre en compañía de un guía experimentado.

Plaza inundada de Puerto Nariño, Colombia
Señalética en el Amazonas, la autopista fluvial

Si llegaron hasta aquí, espero que hayan disfrutado de la lectura tanto como yo disfruté de estos lugares maravillosos, no sin antes generar momentos de reflexión. ¡Nos vemos por la vuelta!

4 respuestas a “Colombia, Perú, Brasil: viaje a la Triple Frontera del Amazonas

  1. cob 18-enero-2024 / 4:22 pm

    Muy interesante, muchas gracias, Diego y Christian. Nunca me había parado a ver en detalle esa especie de cola de golondrina colombina.

  2. Matias ND 19-enero-2024 / 4:58 am

    Si no estoy mal, con esta entrada Uruguay se convierte, de lejos, en el país con más entradas escritas per cápita, exceptuando España.
    Y se convierte también en el país con más «escritores en el Blog de Fronteras» per cápita.
    Y ambas seguramente estén en el top 10 (mínimo) de los ranking per cápita más absurdos de la historia.

    A todo esto, felicidades a Christian por semejante trabajo con esta historia. Y gracias a Diego por hacer que esta llegue a nuestros ojos.

    Concuerdo con lo que se dice cuando se señala la situación en la que se vive en esos lugares, tan aislados y sin algunas de las comodidades y servicios que para la mayoría de nosotros nos resulta impensado no tener. No deja de ser curioso (porque no se me está ocurriendo otra palabra ahora), como en un lugar rodeado de agua, la misma escasee (al menos la potable).

    Para alguien, con una extraña afición a la señalética (no se porque me fascinan los carteles curiosos; el que índica que se cruza en Océano Ártico y suele verse en el banner del blog), esa señal en el río, indicando la distancia a diferentes ciudades, como si se tratara de un cartel en una carretera común fue una delicia para mis ojos.

  3. diegoperezmarin 19-enero-2024 / 8:52 pm

    Estuvimos en agosto y el río, nos dijeron, estaba muy bajo.
    ¿Bajo? ¡Impresionante!
    La plaza de Puerto Nariño, eso sí, no estaba bajo el agua, y el campo de fútbol se llenaba todas las tardes.
    Bañarse en el Amazonas, pescar pirañas, ver delfines rosados, los sonidos de la selva, la isla de los ticos, ….
    Y como extra, un trifinio y cartelería fronteriza.
    ¿Qué más se puede pedir?

  4. Marius 20-enero-2024 / 8:20 pm

    Muchas gracias por esta entrada al blog, muy enriquecedor conocer un poco de esta región sudamericana. Sin duda es toda una aventura adentrarse en el amazonas y más aún poder visitar una curiosidad fronteriza como ésta.

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