En la época anterior al GPS, uno podía perderse con relativa facilidad por la red de carreteras de cualquier país, especialmente por las carreteras comarcales, esas lenguas de aslfalto sin indicadores ni hitos kilométricos que unen pequeñas localidades distantes entre sí. Si uno era previsor y llevaba un mapa, le bastaba llegar a cualquier pueblo y orientarse. Lo malo venía si era de noche, había niebla y llovía, y uno se saltaba el cartel de la entrada al pueblo y seguía tan perdido como antes. Pasa a menudo, todavía. Salvo en el oeste de Gales. En el oeste de Gales hay un lugar cuyo cartel es sencillamente imposible no ver cuando pasa delante, aunque el conductor sea José Feliciano. Porque a ver quién es el que deja de percatarse de un letrero que reza tal que así: Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch.
Llanfair… y todo lo que sigue
Llanfair etcétera (no pienso escribir el nombre otra vez) es una localidad de poco más de tres mil habitantes en la isla galesa de Anglesey. Su nombre original no era ese, sin embargo. Hasta 1860 la localidad se llamaba Llanfair Pwllgwyngyll, que tampoco es que sea algo sencillo de pronunciar (los galeses, por lo visto, le tienen cierta alergia a las vocales). Pero en ese año el cachondo del alcalde decidió que quería tener la estación de tren con el nombre más largo de todo el Reino Unido (quizá para que empezaran a anunciar el nombre del pueblo nada más salir de la estación anterior), y le puso su nombre actual. La localidad es visitada por turistas deseosos de hacerse una foto con uno de los carteles más peculiares del universo conocido. El nombrecito de marras significa en galés algo así como La Iglesia de Santa María en el hueco del avellano blanco cerca de un rápido torbellino y la Iglesia de San Tysilo junto a la gruta roja. Lo dicho, el alcalde era un cachondo. El topónimo tiene 58 letras (de las cuales doce son vocales y diez son eles), lo que lo convierte en el más largo de Europa. Pero no del mundo.