Hiroshima. La bomba y la memoria

En el Museo del Memorial de la Paz de Hiroshima y sus alrededores hay siempre cientos de estudiantes de colegio e instituto; se les distingue fácilmente por los uniformes escolares con jerséis de colores oscuros o faldas de tablas. Vienen de prácticamente todo Japón a pasar el día a la ciudad y aprender de su historia reciente. Cada año, un millón de personas visitan el mismo museo y el parque que lo rodea. Un parque llamado, también, de la Paz, cuyo icono más conocido es la Cúpula Genbaku, un edificio de hormigón que en 1945 alojaba una oficina de promoción económica, una de las pocas estructuras que permaneció en pie en la ciudad tras la caída de la bomba, y la más cercana al hipocentro. No es la única ruina que es Patrimonio de la Humanidad pero sí la más reciente. Con ocasión de su inclusión en la lista en 1996, la UNESCO definió el edificio como «un poderoso símbolo de la paz mundial alcanzada durante medio siglo tras el desencadenamiento de la fuerza más destructiva jamás creada por la humanidad». Puede que se trate de una traducción discutible, pero es ciertamente peculiar definir los 50 años que van de 1945 a 1995 como «paz mundial»; dejando eso a un lado, es obvio que Hiroshima es un símbolo. ¿Pero de qué?

Una fila de turistas esperamos nuestro turno para fotografiar la cúpula de la bomba enmarcada en un arco en el Parque de la Paz

El Enola Gay dejó caer Little Boy exactamente a las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945. Si hay algo que no falta son testimonios de lo que sucedió en esos momentos. Abundan las narraciones de testigos y supervivientes de la explosión, pero yo me centraré en siete. Seis de ellas se encuentran en las páginas de uno de los mejores libros que jamás se hayan impreso, Hiroshima, de John Hershey. Hershey entrevistó a treinta supervivientes del bombardeo y escogió a media docena, a los que hizo protagonizar su relato del antes, el durante y el después de La Bomba. Los diferentes capítulos del libro cubren el fogonazo silencioso, los incendios devorando a miles de supervivientes en las ruinas de sus casas, la devastación y el caos en la ciudad arrasada,  los miles de heridos y de refugiados huyendo en interminables hileras de dolor y desesperación. Y también la ignorancia sobre lo sucedido y sobre los efectos de la radiación en el cuerpo humano, que se llevaron miles de vidas en los siguientes días.

Exposición en el museo de Hiroshima de fotos y dibujos reflejando los efectos de la explosión y la radiación sobre las víctimas de la bomba
Pequeño memorial del Hipocentro, el punto exacto sobre el cual explotó la bomba de Hiroshima. Está situado a menos de 150 metros en línea recta de la cúpula de la bomba

El séptimo testimonio es algo más largo. Hiroshima de Hershey tiene 192 páginas en su edición de bolsillo española, los cuatro tomos del manga Pies Descalzos suman 2.700. Su autor, Keiji Nazakawa, era un niño de seis años que vivía en Hiroshima cuando cayó la bomba. Lo que cuenta en el cómic está basado en su historia, una historia horrible y durísima, basada en la experiencia personal del autor, en la que el pequeño Gen, el protagonista de seis años de la historia, ve cómo su padre y dos de sus hermanos mueren quemados vivos bajo los escombros de su casa, mientras que el tercer hermano y la madre sucumben a la malnutrición y a la radiación. Es un cómic que obliga al lector a detenerse cada pocas páginas a asimilar lo inenarrable y lo atroz de la historia que cuenta, que es la historia de los japoneses de a pie después de la guerra, una guerra que redujo casi todo su país a cenizas. A lo largo de miles de viñetas, Gen simboliza el esfuerzo y la lucha del pueblo japonés por sobreponerse a la devastación física y moral de los años inmediatamente posteriores a la caída de las últimas bombas.

Película completa de Pies Descalzos doblada al castellano de España

Los siete testimonios mencionados son una gota en el océano de dolor y sufrimiento que provocaron los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, y es imposible para cualquier ser humano con una gota de empatía no sentirse afectado por ellos. Pero el sufrimiento de Hiroshima y Nagasaki palidece ante lo que se vivió en todo el planeta durante los años que precedieron a 1945. Sin salir de Japón, el bombardeo aéreo más mortífero de la historia no fue nuclear sino convencional. Cinco meses antes de Hiroshima se llevó a cabo la Operación Meetinghouse. En poco más de dos horas y media bombarderos estadounidenses arrasaron 41 kilómetros cuadrados de Tokio con 1.600 toneladas de bombas incendiarias, provocando un mínimo de cien mil muertos y un millón de refugiados en una única noche. En total los bombardeos estratégicos sobre ciudades japonesas dejaron 350.000 civiles muertos, aunque para 1945 la distinción entre civil y militar ya estaba muy difuminada, teniendo en cuenta que toda la producción de material bélico de Japón se realizaba en talleres y domicilios particulares. El sufrimiento de las víctimas de ese bombardeo es idéntico al de las víctimas de las bombas atómicas, pero no es ni será nunca un símbolo internacional que siquiera se aproxime.

Cúpula de la bomba atómica en Hiroshima, en marzo de 2024

Pongamos un poco de contexto a los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. En Estados Unidos se suele usar el ataque a Pearl Harbor como fecha de inicio de la II Guerra Mundial, mientras que en Europa utilizamos la invasión nazi de Polonia. En Asia Oriental esa fecha es muy anterior. Para cuando Japón le declaró la guerra a EEUU, buena parte de China llevaba varios años ocupada por las tropas japonesas. El inicio de la segunda guerra Sino-Japonesa en 1937, o la invasión de Manchuria de 1931 suelen considerarse como puntos de partida del conflicto global en la historiografía asiática. La ocupación japonesa de China dejó no menos de quince millones de muertos, tres cuartas partes de ellos civiles, y la mitad producto de crímenes de guerra y contra la humanidad llevados a cabo por las tropas imperiales. El símbolo de las atrocidades japonesas en China es la masacre de Nankín. La ciudad cayó en manos niponas en diciembre de 1937; durante las siguientes seis semanas decenas de miles de civiles fueron asesinados de todas las maneras imaginables, a cada cual más atroz. No menos de 25.000 mujeres y niñas fueron violadas, y la mayoría asesinadas inmediatamente después. Los relatos de los supervivientes narran atrocidades difíciles de leer sin que el estómago se revuelva. La prensa japonesa publicó una historia de dos oficiales que apostaron quién era capaz de decapitar cien prisioneros de guerra en menos tiempo. La historia no era exactamente así, pero su publicación en tono celebratorio por parte de los periódicos japoneses da una idea de la actitud nipona frente a la población china. Las víctimas de la matanza alcanzaron 200.000 seres humanos; más que Hiroshima y Nagasaki juntas. En una única ciudad, en seis semanas. Japón controló casi todo el sudeste asiático durante al menos cinco años.

Nube con forma de hongo sobre Hiroshima, tres horas después del bombardeo. No es el hongo nuclear, es la columna de humo provocada por la tormenta ígnea que se desató poco después de la explosión atómica, y que mató a decenas de miles de supervivientes

Las tropas imperiales fueron responsables de al menos diez millones de asesinatos directos entre civiles y prisioneros de guerra orientales y occidentales, a los que habría que sumar como mínimo una cantidad similar de víctimas de hambre y enfermedades provocadas por las sucesivas invasiones. Sus atrocidades suelen compararse con las de los nazis en los territorios que ocuparon entre 1933 y 1945; el británico Laurence Rees las denominó el Holocausto Asiático en un libro y documental que expone de manera esquemática los crímenes nipones de guerra y contra la humanidad. Japón también tuvo su Mengele; la denominada Unidad 731 de las fuerzas armadas japonesas se dedicó a realizar experimentos con seres humanos, también niños y embarazadas, que incluían prácticas como la vivisección, amputaciones y torturas, casi siempre sin anestesia. Decenas de miles de prisioneros murieron infectados con enfermedades para comprobar los efectos de determinados patógenos a lo largo del tiempo. No se conocen supervivientes de los experimentos, a los pocos que resistían las atrocidades japonesas se les ejecutaba inmediatamente después.

Cúpula de la bomba vista desde el mirador más próximo, junto al Hipocentro

No hemos llegado aún a la esclavitud. Al menos cuatro millones de indonesios fueron reclutados como trabajadores forzados (a.k.a. esclavos) entre 1937 y 1945. Un millón de coreanos sufrieron la misma suerte. Cientos de miles de ellos fueron trasladados forzosamente a otros lugares más convenientes para las necesidades de las fuerzas armadas imperiales. Un dato poco conocido es que de los 80.000 muertos de Hiroshima, una cuarta parte eran esclavos coreanos secuestrados por Japón. Además de los trabajadores forzosos estaban las llamadas «Mujeres de consuelo«, eufemismo utilizado para la esclavitud sexual de cientos de miles de mujeres y niñas secuestradas por las tropas niponas. Las atrocidades contra civiles cometidas por Japón sobrepasan en dos órdenes de magnitud las sufridas durante la conquista del archipiélago por parte de los aliados, y sin embargo el símbolo de la paz es precisamente una de las segundas.

El mismo edificio de las fotos anteriores, en septiembre de 1945, un mes después de la bomba

En el debate sobre la conveniencia o no de usar las bombas atómicas la postura favorable a su uso se suele centrar en los motivos prácticos, o incluso humanitarios. Volatilizar Hiroshima y Nagasaki supuso adelantar el final de la guerra varios meses o incluso un año o más, lo que sin duda salvó decenas de miles de vidas de soldados aliados, pero más probablemente millones de vidas de civiles, no sólo japoneses, sino de los países ocupados por Japón. La rendición nipona liberó a millones de prisioneros de guerra y trabajadores forzados en todo el sudeste asiático, permitió poner coto a la hambruna que asolaba el Vietnam ocupado (un millón de muertos) y suspendió las operaciones militares en todos los frentes. En la semana anterior al mensaje de radio de Hirohito anunciando la rendición de Japón la invasión soviética de Manchuria había dejado ochenta mil muertos. Los cadáveres en los diversos frentes se contaban por miles al día y por decenas o cientos de miles al mes. Y eso antes de la Operación Downfall, la invasión aliada de Japón, que habría supuesto añadir varios millones de víctimas civiles más a la ecuación. La discusión sobre si el ejército japonés quería rendirse o no es estéril; los aliados creían que no, y actuaron en consecuencia. Cualquier escenario que alargara el conflicto era inevitablemente peor que usar las armas disponibles para terminarlo por la vía rápida.

 

Sombra humana grabada en la piedra. Se supone que son los residuos dejados por una persona sentada en las escaleras en el momento en el que detonó la bomba atómica. Después de un cuarto de siglo a la intemperie, los escalones fueron cortados y llevados al museo, donde se exponen hoy en día. La fotografía fue tomada por Yoshito Matsushige, un periodista que sobrevivió a la bomba y fue el primero en documentar el horror vivido en la ciudad.

Llama la atención que en el Museo de Hiroshima se explican tanto los antecedentes como las consecuencias de la bomba, pero en ningún momento se cargan las tintas sobre quién la lanzó. Es algo que no sucede en otros memoriales, donde se deja bien claro quién hizo qué: los serbios y los montenegrinos bombardearon Dubrovnik, los japoneses torturaron prisioneros en Seúl, los hutus exterminaron a los tutsis. En Hiroshima el ejército norteamericano es algo casi accidental, meteorológico incluso. Porque el enemigo no es Estados Unidos, sino la bomba. Nadie tiene ninguna duda de qué habrían hecho los alemanes o los japoneses si sus respectivos programas atómicos hubieran tenido éxito antes que el Proyecto Manhattan. El debate de Hiroshima en realidad no es sobre Hiroshima. Es sobre todo lo que podía y puede venir después de Hiroshima, de Hiroshima como antecedente, y sobre la misma existencia de las armas nucleares. No hay diferencia moral entre Hiroshima y Tokio, Londres o Hamburgo, únicamente tecnológica. Las armas nucleares tienen la capacidad de acabar con la existencia de un porcentaje apreciable, cuando no mayoritario de la humanidad en cuestión de horas, pero precisamente por eso es imposible que desaparezcan; la caja de Pandora no puede volver a cerrarse. La humanidad no puede olvidar que una tecnología tan poderosa existe, es así de sencillo. No puede haber un debate sobre la existencia de armas nucleares, sólo sobre su uso, y tampoco hay demasiado que debatir: hay que evitarlo a toda costa. La conversación sólo puede girar acerca de cómo crear un orden internacional que prevenga su uso, y no os informo de nada que no sepáis si os digo que la cosa no pinta todo lo bien que debería.

Las ruinas de Hiroshima vistas desde el aire, en septiembre de 1945

Desde la segunda invasión de Ucrania en febrero de 2022 Rusia no ha dejado de amenazar con el uso de armas nucleares por todos los canales posibles. Contra Ucrania, pero también contra sus aliados en Europa, especialmente aquellos que fueron colonias rusas, como las Repúblicas Bálticas o Moldavia, o estados títeres de Moscú, como Polonia y Eslovaquia. Lo irónico del asunto es que Ucrania dispuso de un enorme arsenal de armas atómicas: cuando la Unión Soviética colapsó, quedaron en territorio ucraniano 1.700 cabezas nucleares y cientos de misiles balísticos intercontinentales. Pero el país decidió renunciar a ellas y convertirse en un estado no nuclear a cambio de garantías por parte de Rusia de respetar la soberanía y las fronteras de Ucrania. El resultado de esa decisión lo estamos viendo desde febrero de 2022. Hay una lección que aprender ahí, otra cosa es que nos guste.

En 2015, en Fronteras: Tormentas de fuego, cuando todo arde.

2 respuestas a “Hiroshima. La bomba y la memoria

  1. tucumano 14-May-2024 / 1:09 pm

    me encantó como cerras el artículo, Muy profunda tu refección, amigo.

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