A diferencia del dueño y editor de este blog, cuya vagancia y falta de compromiso con sus lectores son proverbiales y legendarias, uno siente la necesidad de comunicar cosas. Y además también tengo tiempo libre. Y ganas de aprovecharlo en algún lugar lejano. Así fue como acabé en Polonia en pleno febrero. Podría hablaros de Cracovia. Cracovia es una ciudad preciosa: monumental, limpia, bien cuidada, que se salvó de los sucesivos bombardeos aliados y soviéticos y ha sabido preservar un sabor medieval único en Polonia. También podría hablaros de mi visita a Varsovia. Gris, soviética, impersonal, gélida y distante; una urbe comunista reconstruida después de ser prácticamente borrada del mapa durante la Segunda Guerra Mundial, en la que solo la presencia del majestuoso río Vístula y un casco histórico que ha intentado preservar su antigua gloria merecen la visita del turista que no busque precisamente la esencia comunista del país satélite en la que se firmó el famoso Pacto. Pero obviamente no voy a hacerlo, por una sencilla razón, y es que este no es un blog de viajes. Es un blog de Fronteras. Si estás buscando información sobre los-siete-malditos-monumentos-petados-de-guiris-y-completamente-sobrevalorados-que-no-debes-perderte, este no es tu lugar. Este blog se llama Fronteras por algo. Sí, ya sé que el tarado de su dueño habla a veces de música disco de los 90 o de novelas de ciencia ficción. No es culpa mía. Pero hasta donde yo sé aquí a veces se habla de fronteras. Y de eso he venido yo a hablar. De cómo me fui hasta la triple frontera entre Rusia, Polonia y Lituania.
Monolito en la triple frontera, visto desde Rusia. Esta foto es sumamente ilegal.