El texto de hoy corre a cargo de Christian Macías, veteranísimo lector de este blog pese a su insultante juventud, que con el transcurso de los años (y ya casi de las décadas) se ha convertido en compañero de viaje y amigo.
El primer cambio que notamos cuando viajamos de Georgia hacia a Armenia es que este país es considerablemente más montañoso. Salvo por la primera jornada, las cumbres y valles nevados del centro y oeste del país fueron siempre el paisaje durante nuestra aventura de cuatro días. Llegamos a las 6:30 de la mañana a Ereván luego de un viaje de 10 horas en tren desde Tiflis. La capital armenia nos recibió con unos agradables nueve grados bajo cero y, tan pronto como salimos de la estación, intentamos procurarnos -sin éxito- un lugar donde ponernos a resguardo y desayunar, engañados por las luces extravagantes de gasolineras y máquinas expendedoras de café que, con sus letreros escritos en armenio y ruso, rompían la monotonía postsoviética de esta zona de la ciudad. Luego de encontrar la entrada hacia el metro (donde está prohibido tomar fotos, regla que obviamente violamos, en promedio, cada 30 segundos), nos dirigimos hacia el centro en búsqueda -ya desesperada- de alimentos y un lugar definitivo para hacer tiempo hasta que abriera la agencia de alquiler que nos daría nuestro nuevo transporte: un mítico y hermoso Lada Niva. Una vez montados en semejante insignia soviética rodante -fabricada en 2024 pero con los mismos estándares de seguridad que en 1982-, salimos de Ereván rumbo hacia el sur para conocer de cerca el mayor y más famoso símbolo natural del país: el monte Ararat.


El día estaba soleado y completamente despejado, lo que nos hizo pensar que sería ideal para deleitarnos viendo las montañas pero, al salir de la ciudad, seguíamos sin ver nada: domina la zona urbana una polución fuerte y densa, acentuada por la falta de vientos y las quemas domésticas típicas del invierno. Veníamos por la autopista más o menos a la altura de Araksavan cuando a mi derecha por fin pude percibir la silueta y la cumbre nevada del Ararat. Estábamos a poco más de 30 kilómetros de distancia en línea recta, por lo que en este punto la montaña ya se asomaba como un fantasma gigante. Quedamos simplemente deslumbrados; de la boca de Diego no dejaban de salir sinónimos de “joder, tío” y “hostia, mira qué pedazo de montaña”. Nos sentíamos culpables de estar tan cerca y no parar para contemplarla así que nos metimos en la primera salida disponible para hacer nuestras primeras fotos desde algún pueblo, jugando con la perspectiva del lugar.


Decíamos que Armenia es muy montañosa, pero en esta región, la más baja del país, las planicies y los paisajes agrícolas bañados por el río Aras generan una monotonía que sólo es interrumpida por el Ararat. Se alza ante nosotros una belleza tan singular que merece que la describa con precisión. Su cima (conocida como Masis) está a 5137 metros sobre el nivel del mar. A su lado lo acompaña el monte Sis o pequeño Ararat; la forma mucho más cónica del hermano menor delata que ambos son volcanes (aún activos). Todo el sistema se eleva a más de 3000 metros sobre el terreno circundante, con una prominencia tal que, en condiciones normales, es posible verlo a decenas de kilómetros de distancia. Tales características, como hablaremos más adelante, llevan impresionando a los habitantes de la región desde hace milenios y lo convierten en un auténtico icono armenio. Está en el nombre de cosas, está pintado en cuadros presentes en comercios, hogares y oficinas públicas por todo el país; también está en el escudo de Armenia actual y en todos los de la época soviética; incluso Erevan, un restaurante fusión de cocina armenio-uruguaya ubicado en Montevideo, a más de 13.000 km de distancia, tiene en su logo la silueta de ambas cumbres que, desde luego, confirman la fuerte carga simbólica de esta formación geológica. Sospechosamente, todas esas imágenes coinciden en mostrar al pico más alto del lado derecho; es, de hecho, la única forma en que lo pueden observar diariamente los armenios. El motivo de esto es el primer indicio de una gran tragedia simbólica: increíblemente, el Ararat hace más de un siglo que está fuera de las fronteras de este país. La montaña sagrada de los armenios hoy hoy no queda en Armenia, sino dentro de los dominios de uno de sus enemigos históricos.

Hoy, el Ararat es el punto más alto de Turquía, país donde se lo conoce como Ağrı Dağı. Sin embargo, su vista más famosa se observa desde Khor-Virap (o Jor Virap para los puristas), un monasterio armenio que resultaría ser la primera parada programada -y obligatoria- de nuestro viaje. El templo, icono de la iglesia apostólica armenia, se encuentra en una pequeña colina a menos de quinientos metros del río Aras; estamos tan cerca de Turquía que divisamos claramente los alambres de púas y las torres de vigilancia armenias en su margen. Un poco más allá hay un pueblo de nombre impronunciable, tan cerca que me permite captar señal de celular turca y hacer una videollamada con mi familia.


Curiosamente, Armenia no es el único país que tiene en sus símbolos nacionales una referencia a un territorio que no controla: el escudo de España contiene una alegoría a las Columnas de Hércules, que desde tiempos de la Antigua Grecia señalaban la salida del Mediterráneo hacia el océano Atlántico -el fin del mundo, básicamente- y que se corresponden al monte Jbel Musa en Marruecos y al peñón de Gibraltar. Sin embargo, es incomparable con el potente significado cultural y religioso del Ararat: los armenios lo reconocen como la cima principal de las montañas de Ararat mencionadas en el relato del diluvio universal y el Arca de Noé -que habría recalado en su cima-, si bien no existen certezas de que haya sido este el lugar referido en el mito bíblico. Desde la antigüedad, diferentes poblados de armenios nacieron y quedaron en ruinas a su alrededor, por lo que se lo ha considerado desde siempre el epicentro del surgimiento de esta nación.

Todos los días, el Ararat abraza el skyline de Ereván, desde donde no parece haber barreras, pero aquí en Khor-Virap estas son excesivamente notorias. Incluso si quisieran, la mayoría de los armenios no tienen los medios acercarse al Ararat puesto que la frontera con Turquía permanece cerrada y militarizada desde los años 90, cuando el gobierno de Ankara cerró sus pasos de frontera en apoyo a Azerbaiyán en represalia por la guerra de Nagorno Karabaj (conflicto que finalizó en una fecha tan cercana como 2023, con victoria azerí). Más allá de los notorios efectos logísticos en el comercio regional, la única opción para llegar a Turquía desde Armenia es siempre a través de un tercer país.

El responsable último de que el Ararat no sea armenio es el Tratado de Kars, firmado en 1921 entre la Turquía moderna y las repúblicas soviéticas de Armenia, Georgia y Azerbaiyán, todos en ese entonces estados recién nacidos. Para el incipiente gobierno de Moscú, que acabaría absorbiendo al poco tiempo a las repúblicas caucásicas, el principal interés era obtener el reconocimiento turco de la URSS y retener algunos territorios obtenidos por vía de la fuerza (como la región georgiana de Batumi); por tanto, ceder territorios históricos de los armenios pareció una buena moneda de canje. Es así como el Ararat pasó a estar del lado turco de la frontera, pero allí sigue, a la vista de los armenios, hoy despojados de su principal símbolo cultural, como recordatorio de una herida que aún sigue abierta. Kars ni siquiera es el último eslabón de una cadena que, para entenderla mejor, requiere hacer un breve recap de los dos milenios previos.

Dada su ubicación dentro del Cáucaso, a medio camino entre Europa y Asia, los armenios étnicos alternaron innumerables veces entre ser independientes y acabar dentro del imperio más poderoso de turno (cuando no divididos entre varios imperios), aunque siempre mantuvieron algo que los solía distinguir de sus vecinos: su cristiandad (en el año 301 se convirtieron en el primer Estado del mundo en adoptar esta religión), su idioma y su propio alfabeto, creado en el año 405. Su esfera de influencia abarcaba un territorio más de diez veces mayor a la de la Armenia actual, que alcanzaba las costas de los mares Negro y Mediterráneo en diferentes momentos de la Historia. A lo largo de la era común fueron dominados por árabes, bizantinos, persas, sasánidas y selyúcidas, mongoles y otomanos, entre otras civilizaciones humanas cuyo nombre seguramente no habían leído jamás hasta hoy.

El Ararat, enorme e inerte mojón natural, comenzó a señalar a partir del siglo XVI el límite entre los dominios otomanos (turcos) y persas (iraníes), algo así como sucede hasta hoy -la frontera de Irán llega hasta la misma base del monte Sis-. A comienzos del siglo XIX, estos últimos fueron desplazados, con el beneplácito de los armenios, por los rusos (que para esa época ya tenían el imperio más extenso del mundo). Fue así como nació, a grandes rasgos, una Armenia Occidental otomana y una Oriental bajo dominio ruso, cuya frontera tuvo varios movimientos con el paso de las décadas según los intereses militares de ambas potencias, dejando al icónico volcán de un lado u otro. Pese a todo, esta partición no suponía, a priori, un riesgo existencial para los armenios, ya acostumbrados de sobra a convivir con y entre sus vecinos como ciudadanos de segunda. Aun así, en la parte occidental logró gestarse una poderosa burguesía armenia, con fuerte expresión en el comercio e influyentes en el ámbito político pese a su relación más bien pendular con la centralidad otomana. Notables comunidades de armenios habitaban en Constantinopla (hoy Estambul) y las principales ciudades de la época. Del lado oriental la situación no era muy diferente, si bien los armenios no alcanzaron el grado de autonomía que esperaban de parte de los zares.

Sin grandes sobresaltos, el statu quo en la región se mantuvo hasta casi entrado el siglo XX, cuando las tensiones étnicas aumentaron. La Primera Guerra Mundial llevó al colapso de ambos imperios, otomano y ruso. La Armenia Oriental tuvo un brevísimo período de independencia, entre 1918 y 1921, hasta caer en manos de los bolcheviques, inaugurando la larga etapa soviética. Los comunistas unieron y dividieron en varias oportunidades a los pueblos caucásicos, mezclando políticamente a armenios con georgianos y azeríes -generalmente contra su voluntad-, lo que dio lugar a importantes conflictos luego de 1991. La República de Armenia que conocemos en la actualidad es heredera de la República Socialista Soviética (RSS) de Armenia, cuyos límites fueron determinados desde Moscú, dejando a grupos de armenios por fuera (como los del Nagorno Karabaj) y dentro de los cuales se ha resignado a sobrevivir la nación contemporánea, hoy prácticamente sin margen para nuevas reclamaciones.

En lo que fuera la Armenia Occidental hoy ya casi no quedan, precisamente, rastros de armenios ni de su cultura. Los Jóvenes Turcos, una incipiente facción nacionalista y musulmana que derrocó al último sultán otomano y tomó las riendas del país, encontraron rápidamente a los armenios -cristianos y, por tanto, aliados potenciales de los rusos- como los culpables de las derrotas en el frente oriental durante la Primera Guerra Mundial, lo que sirvió de excusa para, a partir de 1915, continuar e incrementar una matanza que ya había comenzado años atrás. Se calcula que las víctimas del genocidio armenio ascienden a entre uno y dos millones, entre las que se contabilizan no sólo personas asesinadas, sino también desplazados e incluso esclavizados. Los que sobrevivieron dieron lugar a la diáspora armenia, que habita lugares tan diversos como Estados Unidos, Uruguay, Australia o Alemania y es más numerosa que los propios habitantes de Armenia. Este proceso sistemático de limpieza étnica sirvió como paradigma que da origen al propio término genocidio.


Hoy, el genocidio armenio es la principal reivindicación del gobierno de Erevan, que a través de la vía diplomática ha logrado que sea reconocido por cada vez más países. Entre los más de 30 estados que lo hacen se destacan varias naciones hispanohablantes, como Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay y Uruguay, pero con la notable ausencia de España. Del otro lado del mostrador, son precisamente Azerbaiyán y Turquía dos de las naciones que hasta la actualidad niegan la existencia de dicho genocidio. En el relato oficial de Ankara, los hechos son conocidos como “los incidentes de 1915” y son contextualizados siempre dentro de la Primera Guerra Mundial.


El Ararat es el recordatorio constante de que la lucha de los armenios por sobrevivir y que, a la postre de los eventos más recientes, aún no ha finalizado. Ya sin muchas cartas para jugar, y no por ello exento de polémica, el actual gobierno armenio ha optado por la vía diplomática para normalizar las relaciones con Turquía y Azerbaiyán, lo que incluye delimitar oficialmente las fronteras con este último y reabrir el tránsito de mercaderías y personas con ambos. Quizás así el Ararat pueda ser un poquito más de los armenios. Sólo el tiempo sabrá si la paz resulta definitiva o si sus vecinos seguirán poniendo en peligro la existencia de Armenia como nación.

En nuestro penúltimo día en Armenia, volvíamos por la autopista desde Gyumri -segunda ciudad del país- hacia Ereván, contemplando el atardecer entre las colinas nevadas, cuando, de repente, el Ararat volvió a asomarse, como recordándonos de que allí estaba, imponente y celoso del pueblo al que vio nacer y que lo honra.

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5 respuestas a “El Monte Ararat y la tragedia simbólica de Armenia (Crónicas Caucásicas, 6)”