Había semáforos, pero los demás conductores los ignoraban, obligados por un guardia que insistía en que nadie se detuviera en el interior de la inmensa rotonda. El concierto de improperios en árabe, bocinazos y gritos sobrepasaba con creces cualquier cosa que hubiera visto antes. Los coches pasaban a escasos centímetros unos de otros a una velocidad obviamente excesiva, mientras decenas de ciclomotores en progresivos estados de descomposición zigzagueaban en los exiguos huecos entre los automóviles. Y ahí estábamos nosotros, los dos únicos europeos en el tráfico, con un coche minúsculo sin asegurar, preguntándonos en qué momento se nos había ocurrido meter el coche en semejante caos.

Anochecía cuando aterrizamos en el aeropuerto de Cartago con un par de horas de retraso cortesía de la Tunisair. No sólo hacía frío sino que además lloviznaba, así que agradecimos que el trámite de la entrega del minúsculo coche de alquiler fuera lo más breve posible. Nuestra primera hora en la capital tunecina nos sirvió para dos cosas: aclimatarnos al tráfico del país, que iría a peor cuanto más cerca del centro de la ciudad, y acostumbrarnos a la oscuridad. La primera impresión que nos dio Túnez fue de ser una ciudad oscura y llena de gatos, donde las normas de circulación son en el mejor de los casos, orientativas, y en el más habitual, inexistentes. Después de dejar nuestras escasísimas pertenencias en el hotel acudimos a cenar a un restaurante cerca de la Medina donde también tuvimos nuestro primer contacto con los usos y costumbres referidos al guiri en el país: los sobreprecios y las propinas.


Prácticamente cualquier establecimiento de Túnez tiene dos listas de precios, una para los locales y otra para los turistas; el precio para estos últimos suele ser de tres a quince veces el precio para los oriundos. Un menú de un par de platos con postre y bebida cuesta unos dos euros por persona en cualquier lugar, salvo si eres extranjero que normalmente serán entre ocho y diez. Desayunar en cualquier bar sale por algo menos de un euro, salvo si tienes aspecto de haber nacido en la otra orilla del Mediterráneo, que al menos saldrá por tres o cuatro. El consejo básico es, siempre, siempre, preguntar el precio antes de pedir. En las tiendas el sobreprecio se multiplica hasta límites estratosféricos, pero a poco que se haya ojeado por encima la Lonely Planet el turista sabe que le están timando, así que entra en escena una de las costumbres más típicas de cualquier país árabe: el regateo.

Sin ser especialista en el arte de regatear, sí que llevo suficientes años ganándome la vida como vendedor para entender el funcionamiento subterráneo de una discusión sobre precios. Así que creo que hay unas normas básicas para que el timo sea lo menor posible:
- Sonríe mucho. Todo el rato. Especialmente al decir que no.
- Si no quieres comprar algo, márchate. Sin más. Thank you, merci, au revoire.
- Pon un precio mental a la mercancía que sí te quieres llevar.
- No muestres demasiado interés por lo que quieras llevarte, y ninguno en absoluto por lo que no. Desprecia sonriente pero abiertamente la quincalla que te intenten poner en las manos. Y no la agarres. Jamás.
- Sea cual sea el primer precio que te ofrezcan, tu primera contraoferta tiene que ser como mucho la mitad de tu precio mental máximo.
En todo caso, el tendero tunecino medio tiene una experiencia de décadas tangando a turistas así que lo normal es salir perdiendo. Hay una infinidad de lo que podríamos llamar muy benévolamente «técnicas de venta» que cualquier comerciante árabe aplica de manera sistemática, cuyo fin es sobre todo hacer sentir al pobre guiri obligado a dejarse unos dinares so pena de resultar grosero, y no dejarle pensar demasiado. Hay que recordarse que a) no es nada personal y b) uno no le debe nada al vendedor.

A la mañana siguiente nuestra primera visita del día fue Sidi Bou Said, un pueblecito a veinte kilómetros de Túnez con fama de bohemio donde residieron escritores como André Gide y Michel Foucault. Las casitas blancas y azules con buganvillas descendiendo por las paredes son un clásico en cualquier orilla del Mediterráneo, esa unidad de destino en lo universal. Llegamos muy temprano, cuando los puestos de souvenirs todavía estaban abriendo, y éramos literalmente los primeros turistas del día, así que fuimos automáticamente avasallados por todos los vendedores callejeros intentando colocarnos souvenirs cutres y camisetas de futbol falsificadas. Hubo uno especialmente insistente que nos persiguió calle arriba negándose a soltarnos hasta que un par de policías le llamaron la atención y se alejó. Fue la primera vez que nos cruzamos con la policía tunecina, de un total de decenas en los siguientes cuatro días. La presencia policial en las carreteras y calles del país no sólo es abundante sino deliberadamente llamativa. En cada entrada y salida de cada ciudad hay un puesto de control, diríamos que 24 horas al día (nos pararon en uno poco antes de las cinco de la mañana). Hay varios motivos para semejante despliegue, pero los más recurrentes son el control de la inmigración ilegal desde Libia, y la vigilancia antiterrorista.


Después de una visita a Cartago que será narrada en el próximo capítulo, por la tarde regresamos a la capital para conocer la Medina de Túnez, patrimonio de la humanidad desde 1979. Es un laberinto de callejones cubiertos, pasadizos y travesías lleno a rebosar de absolutamente todo lo imaginable. Funciona simultáneamente como mercadillo y como trampa para turistas; ni siquiera Google Maps puede sacarte de ese dédalo medieval donde cada diez metros un vendedor te invita a dejarte unos pocos dinares intentando ponerte género en la mano. Antes de llegar allí, sin embargo, tuvimos que enfrentarnos al enloquecido tráfico tunecino. Las normas de circulación en otros países son un código escrito que admite cierta flexibilidad. En Túnez la única norma de tráfico es una pregunta: ¿Es físicamente posible hacerlo? Entonces se puede hacer. Así que nos encontramos sucesivamente esquivando coches en dirección contraria, evitando por milímetros atropellar motoristas suicidas y en general, blasfemando histéricos cada diez metros mientras intentábamos salvaguardar la integridad estructural de nuestro minúsculo cochecito.


Después de dejar tirado el coche en una acera aleatoria en el barrio ministerial nos pasamos las siguientes horas pateándonos el centro de la ciudad. Una vez aprendes a deshacerte de los tenderos (generalmente basta con aparentar que uno sabe a dónde va y de vez en cuando levantar una mano perezosamente en el símbolo internacional de «no gracias»), el paseo es extremadamente grato. La Medina es un lugar absolutamente mágico, exactamente lo que uno espera de un mercadillo árabe, pero mejor. Aquí y allá se puede uno subir a una terraza a cambio de unos pocos dinares a tomar una limonada o un té mientras se disfrutan de las vistas. A cada poco hay mezquitas y madrasas a cada cual más espectacular, aunque la mayoría están vetadas a los no musulmanes. Buena parte de los callejones están cubiertos, lo que les da un aire de galerías comerciales modernas, pero manteniendo íntegramente su sabor tradicional, al menos a los ojos de dos guiris europeos que llevaban menos de 24 horas en el país. Comimos un kebab, unas patatas fritas y una limonada, y por primera vez nos cobraron el mismo precio que a los locales: menos de tres euros por menú. Túnez nos gustaba cada vez más.


Junto a la calle en la que abandonamos despreocupadamente el coche crecían los ministerios y organismos oficiales como setas en el monte después de una semana de lluvias. En la acera de enfrente decenas de establecimientos destartalados dedicados a todo aquello relacionado con la burocracia tenían las puertas abiertas, mostrando un interior tan increíblemente opresivo y desangelado como puede imaginarse de una copistería tunecina dedicada exclusivamente a fotocopiar documentos oficiales y a traducirlos del árabe al francés y viceversa. Cientos de personas hormigueaban con fajos de papeles y fotos de carné en la mano, esperando solventar vaya usted a saber qué tramites. Era un ambiente, en palabras de Rubén Darío, municipal y espeso, de ciudadanos enfrentándose a la trituradora estatal. Pensamiento que inevitablemente me llevó a recordar la Revolución de la Dignidad de 2010 y 2011, que puso a Túnez en el mapamundi como nunca antes ni después.



Todo empezó cuando una funcionaria municipal le quitó a un vendedor callejero las verduras que vendía sin licencia en una calle de Sidi Bouzid, una ciudad de 50.000 habitantes en el centro del país. Mohamed Bouazizi, que así se llamaba la víctima, fue al ayuntamiento a pedir que se las devolvieran, pero recibió silencio por respuesta. Harto de que esto pasara una y otra vez regresó una hora más tarde y se quemó a lo bonzo delante de las oficinas municipales. Era 17 de diciembre de 2010. Exactamente cuatro semanas más tarde el dictador que regía los destinos de Túnez desde 24 años antes huyó hacia Arabia Saudí. Entre medias hubo protestas masivas, huelgas y disturbios que empezaron por unos pocos cientos de personas en Sidi Bouzid y pese a la censura oficial se extendieron lenta pero inexorablemente por todo el país. El suicidio de Bouazizi fue el catalizador de una situación insostenible. Pese a tratarse del país más próspero y abierto de la región, en Túnez el paro, la pobreza y la corrupción eran la norma, y un cuarto de siglo de dictadura monopartidista habían ido generando un resentimiento generalizado contra el gobierno, que acabó colapsando después de un mes de batallas campales callejeras cuando el ejército le dio la espalda.

¿Es hoy Túnez un lugar muy distinto? Me muevo por la vida con muy poca vergüenza, pero incluso para mi es excesivo juzgar un país por cinco días visitando fundamentalmente enclaves turísticos. Lo cierto es que lo recorrimos de norte a sur, conduciendo más de 1.300 kilómetros, y hubo algo que apenas vimos: miseria. La mayoría de los tunecinos son pobres según los estándares europeos (el PIB per capita del país es el mismo que tenía España en 1976), pero cada vez que cruzábamos una ciudad o un pueblo veíamos lo mismo: niños y adolescentes entrando y saliendo de la escuela, también el sábado por la mañana. Sólo en las áreas de servicio de la autopista había niños gitanos pidiendo un dinar a cambio de una ramita de romero, en el resto del país los críos estaban todos en donde se supone que tienen que estar. Nosotros, después de disfrutar del caótico centro de la ciudad, nos subimos a nuestro ridículo utilitario y enfilamos hacia el Sur. Hacia el Imperio. Romano, por más señas.

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Estupenda crónica, Diego, como siempre.
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deseando leer la continuación de la crónica
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Gran entrada y nos has dejado con las ganas del siguiente capítulo de Cartago.
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El lunes lo tienes aquí mismo
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