Habíamos dejado el relato en el punto exacto en el que mis pantalones se convirtieron en una versión en miniatura del Río Ganges. Al día siguiente, ya con mi ropa limpia y seca, di un largo paseo por el bulevar junto al Caspio, mientras el sol derretía la nieve que todavía se acumulaba en los rincones. Subí en funicular hasta la base de las Torres Flamígeras y di un paseo por los memoriales de las diferentes guerras. Es inquietante, y asombroso, cómo cada país cuenta la historia no de manera diferente, sino incompatible. En el metro había carteles denunciando «el genocidio de los azeríes» en la guerra del Karabaj; en el palacio de los Shirvanshás un diagrama explicaba cómo los armenios genocidaron a un montón de azerbayanos durante la primera guerra mundial. Como sucede en Turquía, hablar públicamente contra la versión oficial es delito. Concluí mi paseo disfrutando de las imponentes vistas de la ciudad en una explanada de mármol donde la nieve y el hielo todavía no se habían derretido del todo, y mantener el equilibrio era ciencia-friccion. Mis zapatillas de caminar del Decathlon, con su suela lisa como un folio, se me antojaron bastante inadecuadas mientras una y otra vez resbalaba sobre el suelo, arriesgando el ridículo y la integridad física.


Un tipo con una cámara que parecía cara se me acercó y me ofreció hacerme una sesión de fotos profesionales y entregarme ampliaciones impresas a solo un par de euros la unidad. Le dije que sí, pensando en las vistas de la ciudad y cansado de tanto selfi estirando el brazo. El tipo dedicó un cuarto de hora a fotografiarme caminando, posando y mirando al infinito con cara de no haber desayunado. Cuando me enseñó el resultado, contemplé con cierto asombro no exento de admiración la serie de fotografías más insultantemente malas y sosas que jamás nadie haya realizado. La clase de fotos que toma un niño de doce años con una cámara desechable. Un niño ciego. Y manco. Le compré media docena. No me juzguéis. Mientras bajaba por la escalinata de salida resbalé en uno de los peldaños helados y finalmente me pegué la costalada de todos los tiempos. Quintal y pico y un par de metros cúbicos de señor de mediana edad descendiendo por las escaleras como la esfera gigante que perseguía a Indiana Jones. Además de la vergüenza, los moratones y el dolor sordo en las costillas el resto de la tarde, me llevé de recuerdo la rotura del objetivo de la cámara, que impactó directamente sobre el mármol y por lo visto no lo llevó del todo bien. Después de dos ridículos bastante penosos en dos días pensé que quizá Bakú me quería decir algo.



Mi tercer día se fue íntegramente en la excursión más típica desde la ciudad: Los volcanes de lodo y el Parque Nacional de Gobustán. En Azerbaiyán hay más de setecientos pozos de barro a los que llaman «volcanes» porque, reconozcámoslo, suena bastante mejor. Las burbujas de barro se forman por el abundantísimo gas natural presente en el subsuelo. Nuestra excursión era la más barata de Get Your Guide (9 euros más las entradas a los sitios) así que en vez de todo terrenos con aire acondicionado para recorrer las planicies cenagosas del Gobustán, teníamos Ladas de los noventa. La mayoría eran Nivas, pero el mío era un sedán con aspecto de haber sido copiado de un Fiat 124. Con ese cacharro el conductor procedió a meterse en el barro como si quisiera invadir Armenia otra vez. El camino fue, digámoslo así, problemático. El coche daba más botes que el Saltamontes de una feria de pueblo, pero eso no le arredró al chófer, decidido a llegar a los volcancitos de barro a cualquier precio. Por cierto que el cieno de esos pozos no sólo huele bastante mal sino que es extremadamente difícil de limpiar, así que conviene no hacer el tonto a su alrededor. Esta vez no fui yo el que pasó vergüenza sino una turista japonesa que consiguió caerse de culo en uno de los volcanes y rebozarse en el barro maloliente como una croqueta en pan rallado.




De los volcancitos hediondos fuimos hasta los Petroglifos del Gobustán, un conjunto de grabados en rocas al aire libre que han sobrevivido contra todo pronóstico durante miles o decenas de miles de años. Escenas de caza, de la vida cotidiana y alguna que otra representación simbólica; el petroglifo más antiguo del parque tiene cuarenta mil años de antigüedad. Sorprendentemente, en todo el parque sólo hay dos penes grabados en la roca, lo cual refuerza la tesis de que durante unos cuantos milenios las sociedades de cazadores-recolectores establecidas en la zona funcionaban según un sistema matriarcal. Una sociedad liderada por hombres habría llenado de rabos hasta el último centímetro de piedra disponible.


Corrían los años cincuenta. Un pastor anónimo, después de cargar los sacos de lana recién esquilada en la caja de un Kamaz, le tira un hueso al perro y se lía un cigarrillo con el tabaco malo y lleno de arenilla y hierbajos que puede conseguir de vez en cuando. Cuando tira la cerilla al suelo, se lleva el susto de su vida. Una llamarada descomunal se extiende a lo largo de decenas de metros y le quema el pelo y las cejas. Acaba de redescubrir el Yanar Dag, la llama eterna. Nosotros llegamos allí después de hora y media de carretera desde los petroglifos y con más hambre que una vaca somalí. Pese al sol, la temperatura no subía de los cero grados así que nos vino muy bien el fueguecito para calentarnos las manos. Pero, honestamente, he hecho fuegos de campamento mucho más espectaculares que el Yanar Dag. La siguiente parada, ya después de comer, fue la última de las fogosidades del día, el templo zoroastriano de Bakú, que también tiene una llama eterna ardiendo en su centro. Bueno, eterna no, porque la apagan por las noches. Cuando en los años treinta empezaron las prospecciones de gas en la península de Absherón (en la que se encuentra Bakú) la presión del gas del subsuelo descendió tanto que la mayoría de las llamas espontáneas se apagaron. En el Ateshgah de Bakú la compañía del gas instaló un par de tuberías para mantener la llama encendida durante las horas de apertura. Menos místico, más práctico.


La última estación del día fue el centro Heydar Aliyev, después de las torres en llamas, el edificio más conocido de la ciudad. Obra de la iraní Zaha Hadid, es un museo de arte contemporáneo bastante ecléctico, con secciones de escultura, pintura, instalaciones artísticas y exposiciones dedicadas a la cultura popular, como juguetes e instrumentos musicales. Del museo, me temo, lo importante y lo bonito no es el contenido sino el continente. Es una obra arquitectónica y de ingeniería absolutamente espectacular, un edificio lleno de curvas que parecen planos matemáticos pasados por una alucinación onírica de Dalí. La joya de la corona de la transformación urbana de Bakú de capital soviética a ciudad moderna del siglo XXI. Quizá el lector se haya percatado de la coincidencia onomástica entre el aeropuerto y el museo más importante de la ciudad. En Bakú también hay un parque llamado Heydar Aliyev, y la avenida más importante de la ciudad lleva el mismo nombre. De hecho en cada ciudad y pueblo del país, no importa lo pequeño o remoto que sea, hay una calle o una plaza llamada así. Hay decenas de museos nombrados igual, y algunos de ellos contienen objetos que el homenajeado utilizó una vez en su vida. «Aquí pueden ver las tijeras que usó para cortar la cinta en la inauguración de una fuente». Sí, es lo que parece. Un culto a la personalidad ex soviético.


En 1992 Azerbaiyán celebró sus primeras elecciones democráticas. Gracias a Heydar Aliyev, también serían las últimas. Un año más tarde dio un golpe de Estado contra el presidente legítimo, y la brevísima democracia azerí llegó a su fin. Poco después convocó un referéndum en el que sorprendentemente recibió los votos del 99% del censo. Igual que sucedió en otros países a la orilla del Caspio, como Turkmenistán o Kazajistán, el régimen de Bakú se cimentó sobre el culto a la personalidad y el desprecio por los derechos humanos y civiles. Aliyev falleció diez años después de tomar el poder, no sin antes dejar a su hijo en la presidencia; Azerbaiyán es una república hereditaria, como Cuba o Corea del Norte. La política de su hijo ha mantenido el culto al padre, aunque algo más amortiguado: no hay fotos suyas por toda la ciudad.

La transformación de Bakú no ha sido la transformación del país. Basta con alejarse veinte kilómetros de la ciudad para comprobar cómo las condiciones de vida lejos de la capital son un orden de magnitud peores, como en la época soviética. Bakú es un escaparate para el régimen de Aliyev, el resto del país es sólo un decorado para una monarquía petrolífera sui generis. La familia Aliyev controla no sólo la industria petrolífera del país sino casi todas las grandes empresas, a través de testaferros o mediante empresas pantalla dentro y fuera del país. Las torres flamígeras y el museo de Zaha Hadid fueron construidos por empresas vinculadas al régimen. Además también controla el ejército. La victoria aplastante sobre Armenia ha galvanizado la adhesión inquebrantable al régimen, porque los azeríes odian a los armenios con una pasión seguramente digna de mejores causas. El resumen es que la identificación del país con los Aliyev después de más de tres décadas en el poder es casi total.




Dediqué mi última mañana en la ciudad a visitar el Heydar Aliyev por dentro. Como decía hace un par de párrafos, es un sitio bastante ecléctico, pero, de nuevo, lo espectacular es el continente, no el contenido. Regresé al hostel a recoger mis cosas con la tranquilidad que da tener tiempo más que suficiente para llegar en transporte público al aeropuerto. Spoiler: no. Siete trenes llegaron y se fueron sin que yo y mis maletas pudiéramos siquiera intentar encajar en la muchedumbre sólida como un muelle de hormigón. Mientras caminaba apresuradamente hacia la parada de autobús repetí la escena de dos días antes y me pegué otro talegazo histórico por culpa de las baldosas marmóreas y de mis zapatillas enteramente inadecuadas. Mientras un par de ancianas me ayudaban a levantarme conteniendo la risa perdí el bus del aeropuerto. Veinte minutos después llegó el siguiente, que me informó de que estaba en la parada incorrecta: allí para el bus que viene del aeropuerto, no el que va. Así que me subí al primer taxi que encontré, que resultó estar conducido por un señor de aproximadamente ciento ocho años de edad que me depositó en la terminal que no era. Después de mucho trajín, llegué por fin al control de pasaportes y esta vez el aduanero sí que se percató de los sellos armenios. «Qué hiciste en Armenia», me preguntó. Ay, amigo, si yo te contara.

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Si le contarás… Si pasó algo más, ya no podías echarle la culpa a Artigas y los treinta y tres 😁
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