Habíamos dejado el relato en el punto exacto en el que mis pantalones se convirtieron en una versión en miniatura del Río Ganges. Al día siguiente, ya con mi ropa limpia y seca, di un largo paseo por el bulevar junto al Caspio, mientras el sol derretía la nieve que todavía se acumulaba en los rincones. Subí en funicular hasta la base de las Torres Flamígeras y di un paseo por los memoriales de las diferentes guerras. Es inquietante, y asombroso, cómo cada país cuenta la historia no de manera diferente, sino incompatible. En el metro había carteles denunciando «el genocidio de los azeríes» en la guerra del Karabaj; en el palacio de los Shirvanshás un diagrama explicaba cómo los armenios genocidaron a un montón de azerbayanos durante la primera guerra mundial. Como sucede en Turquía, hablar públicamente contra la versión oficial es delito. Concluí mi paseo disfrutando de las imponentes vistas de la ciudad en una explanada de mármol donde la nieve y el hielo todavía no se habían derretido del todo, y mantener el equilibrio era ciencia-friccion. Mis zapatillas de caminar del Decathlon, con su suela lisa como un folio, se me antojaron bastante inadecuadas mientras una y otra vez resbalaba sobre el suelo, arriesgando el ridículo y la integridad física.
