Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.
Manuel Machado
El problema de Sevilla es que está en otra categoría. Durante dos años, los que pasé en un internado militar de Ronda por mis excepcionales dotes como estudiante, fui andaluz de adopción. Como malagueño sobrevenido, le agarré tirria a lo sevillano y a los sevillanos. Que malaje que tienen. Va en el pack, es inevitable. No se puede culpar al resto de lo andaluces por detestar Sevilla, si un sevillano universal como Antonio Machado escribió «Sevilla y su verde orilla, sin toreros ni gitanos, Sevilla sin sevillanos, ¡oh maravilla!». Los sevillanos tienen fama de tenérselo subidito, de mirar por encima del hombro, de arrugar la nariz cuando salen de Triana y de la Puerta de Jerez. Pero claro. Es que viven en Sevilla. Y Sevilla compite en otra liga. Sevilla está ahí ahí con Praga y Budapest, puede contemplar con desdén altanero al 80% de las capitales europeas. Es otro rollo. Granada es mágica, Málaga es jacarandosa, Almería es profunda y melancólica, pero Sevilla es Sevilla. Y contra eso no hay nada que hacer.
El hotel Alfonso XIII a lo mejor no está ni en el top 20 de edificios sevillanos. A una manzana de distancia están, por ejemplo, el Palacio de San Telmo y la Fábrica de Tabacos. A un kilómetro está la Giralda. Pero a mi me resulta espectacular cuando me lo encuentro al salir del hostal. Había llegado la noche antes a la ciudad desde Almería, en un avión de hélices, probablemente el único vuelo regular autonómico que hay en España fuera de los archipiélagos. Mi alojamiento era un hostal llamado «Sevilla Kitsch» y a fe mía que cumplía lo prometido. La decoración más hortera al sur de Despeñaperros. De los Pirineos, seguramente. Pero la desintoxicación es rápida cuando el destino es un lugar como el Parque de María Luisa, incluso, una vez más, a pleno sol. En la Plaza de España no éramos demasiados turistas, presumo que debido a los cuarenta y dos grados a la sombra, si hubiera habido alguna sombra. Aún así había gente haciéndose fotos en el banco correspondiente a su provincia: hay 48 porque Canarias no estaba dividida en dos en 1929, cuando se construyó el lugar aprovechando una Exposición Iberoamericana. Yo me hago dos, una en Madrid y otra en Barcelona. Creo que arrastraré esta disonancia identitaria hasta la tumba.
Las cosas han cambiado mucho desde mi primera visita a la capital andaluza, 32 años antes, precisamente durante la Expo Universal de 1992. Al entrar en coche en la ciudad mis padres subieron las ventanillas y bajaron los pestillos de las puertas. «Por seguridad», dijeron, aunque mantener los vidrios sellados eran muchos boletos para el fallecimiento por golpe de calor. Sevilla tenía la misma fama que el Bronx por entonces o que El Raval barcelonés ahora. En mi segunda visita, Sevilla es amable, divertida, ruidosa y feliz de haberse conocido, como debe ser. A las Setas originalmente se les llamó «Metropol Parasol», pero desde antes de inaugurarse los sevillanos le cambiaron el nombre al monumento, y ahora «Las Setas de Sevilla» es su nombre oficial. Imagina no bancarles. Subí a eso de las once de la noche; desde arriba se veía el skyline de la ciudad sobre un lecho de colores. Dormí tres noches en Sevilla pero sólo tuve un día para ver la ciudad. Fue como intentar leerse el Quijote en una tarde. Necesito que no pasen 32 años hasta la próxima vez. 
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Genial como siempre Diego, en un mes estaré en Huelva y Sevilla. Con fortuna Granada o Lisboa, no veo la hora!
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Espero que lo disfrutes muchísimo. Pero ya te adelanto que finales de julio no es la mejor época para Sevilla 😀
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