Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.
Manuel Machado
La cola para entrar a los Palacios Nazaríes de la Alhambra tenía medio kilómetro de largo, mayormente al sol. Eran las cuatro de la tarde de un sábado de agosto así que había el equivalente a un tercio de la población de la ciudad cociéndose en la fila. Debería decir que no estoy orgulloso de cómo nos la saltamos, pero lo cierto es que sí lo estoy. Qué le vamos a hacer. Estaba en aquella hilera tapando por fin el hueco más vergonzoso en mi historial como viajero, harto de que me preguntaran una y otra vez cómo podía haber ido a Kosovo o a Macedonia, que están en el culo del mundo a mano izquierda, y no haber visitado Granada. Intolerable, aparentemente. Ignorar la cola no fue el único desprecio al decoro y las normas de convivencia de aquel viaje. Al día siguiente fotografiamos el interior de la Capilla Real de la catedral granaína pese a la abundancia de carteles y de guardias de seguridad gesticulando furiosos para reforzar la prohibición. Al salir paseamos por la Alcaicería, el zoco de Granada, que tiene un nombre tan bonito que se te llena la boca con él, mientras esquivábamos a las gitanas que nos ofrecían ramitas de romero. Granada, como Venecia, es una ciudad para perderse.
Granada es Granada. Perdón por la tautología, pero es que no hay mucho que decir. Uno sale del Patio de los Leones, se deja el cuello mirando el artesonado de los techos, y luego da un paseo hasta el Generalife por jardines y escaleras en cuyas barandillas discurren riachuelos de agua fresca y entiende al pobre Boadbil, cruelmente regañado por su madre. Es imposible, incluso bajo el calor aplastante de la media tarde en pleno agosto, no evocar leyendas como las que recopiló Washington Irving un par de siglos antes, mientras vivía de gratis en el palacio. «Mis garabatos no son dignos de la belleza de este lugar», dejó escrito. «Es la puesta de sol más bonita que he visto en mi vida». Eso dicen que dijo Bill Clinton cuando visitó el Albaicín, todavía como presidente de Estados Unidos, hace casi tres décadas. Nosotros llegamos al mirador de San Nicolás después de callejear un rato por cuestas y rampas adoquinadas. No habría menos de mil personas viendo la misma puesta de sol, mientras un grupo de gitanos tocaba la guitarra y cantaba por soleares, aunque lo de por soleares me lo he inventado para darle un poco de color al texto; nunca me he molestado en aprender a distinguir los palos del flamenco. En cualquier caso, ahí estábamos, seis amigos de otras tantas provincias disfrutando de las últimas tardes del verano entre salmorejos y chopitos, antes de regresar cada uno por su lado. Miro las fotos de aquel día y veo a seis personas felices. Y no creo que se pueda pedir más.
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6 respuestas a “Granada, agua oculta que llora”