Huelva, la orilla de las tres carabelas

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

Cuando uno ve amarradas en el muelle de Palos de la Frontera a la Pinta, la Niña y la Santa María es inevitable hacerse preguntas. Especialmente una: qué clase de desesperación y enajenación mental tenían que sufrir los marinos del siglo XV para meterse en esas chalupas infectas y miserables a cruzar todo un Océano Atlántico. Cómo es posible que no murieran todos todo el rato, no ya de escorbuto o de fiebres, sino simplemente ahogados por la primera ola más grande que el propio buque. Es materialmente imposible exagerar la influencia en la historia universal de esos tres navíos, que con dificultad calificarían para hacer el trayecto de Ibiza a Formentera. Me hace las fotos Javi, nativo de Huelva y que ya estuvo conmigo en Túnez, mientras yo señalo muy fuerte hacia el otro lado del charco desde la proa de una carabela. «Nuestros hermanos españoles de América», así llama él a los herederos de aquellos tipos duros, aguerridos, desvergonzados y sin nada que perder que durante siglos se embarcaron en la aventura no ya de una vida, sino de una civilización.

También mira al mar y al Oeste el monumento a Colón en la Punta del Sebo, justo donde confluyen los dos ríos onubenses, el Odiel y el Tinto. 37 metros de escultura vanguardista, levantados en 1929 por un puñado de estadounidenses deseosos de homenajear, la cita es textual, «al hombre que impulsó la civilización en América». El monumento es, claro, monumental, pero da toda la impresión de haber sido depositado allí por una civilización extraterrestre, como un Spomenik yugoslavo. Una escultura cubista en la Huelva de los años 30 es algo adelantado a su tiempo, algo como, bueno, Cristóbal Colón. El lugar donde se fraguó la histórica expedición de 1492 fue el Monasterio de la Rábida, hoy museo lleno de objetos relacionados con la conquista y las relaciones hispanoamericanas. De nuevo, pocos lugares más influyentes en la historia de la Humanidad, o al menos en las historias de Europa y América. Allí fue donde Colón conoció a los hermanos Pinzón, armadores y marinos, que junto con el propio Cristóbal, capitanearían aquella expedición enloquecida. Unas décadas después, ya con todos los protagonistas de la gesta desaparecidos, se celebró en el lugar el sepelio de un marino español. Al funeral acudieron dos hombres que marcaron la historia de América como pocos. Los dos eran ya soldados veteranos y curtidos en conquistas y expediciones cuya dureza ni siquiera podemos soñar. Todos conocemos sus nombres. Hubo un día que en una misma sala de un pequeño convento de Huelva estuvieron charlando de sus cosas Hernán Cortés y Francisco Pizarro.

El resto de la mañana la pasamos en Moguer, el pueblo natal de Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura y tan bueno en lo suyo que su museo abrió mientras él todavía estaba vivo. La conservadora del museo resultó ser la persona más apasionada por su trabajo que nunca he conocido. Hablaba de Juan Ramón con un entusiasmo que yo sólo he visto en fanáticos de Naruto, Warhammer 40.000 o de la historia de la segunda guerra mundial y, no irónicamente, que nos conocemos, daba el mismo gusto escucharla. La institución, por cierto, se llama «Casa Museo Zenobia-Juan Ramón» por expreso deseo del poeta. Zenobia Camprubí, su mujer y musa, fue también su sostén durante las infinitas crisis físicas y psíquicas que padeció el autor de Platero y yo, y la encargada del museo insistió tanto que al regresar a Barcelona me pasé días leyendo sobre su figura, que efectivamente es legendaria por si sola. Pocas cosas mejores que alguien que ama lo que hace. Ya sea un poeta, una traductora (como Zenobia) o la encargada de un  museo municipal en un pueblo de siete mil habitantes.

Por la tarde no hubo asfalto. Le dedicamos a El Rocío los 20 minutos que merece su ermita blanca como el bonete de un papa recién elegido, en una aldea donde las calles sieguen siendo de arena para poder limpiar los restos que dejan atrás decenas de miles de caballos durante la peregrinación anual. Y luego nos fuimos a Doñana, a disfrutar de las mejores cuatro horas de la semana, en un autobús preparado para el París-Dakar que nos llevó hasta las profundidades del Parque Nacional, las marismas secas por ser pleno agosto, y ningún lince a la vista, pero aún así, un paseo inolvidable por decenas de kilómetros de las últimas playas vírgenes del sur de Europa. Mientras regresábamos al campamento base, el camión a cincuenta kilómetros por hora atravesando las olas que rompían suavemente en la orilla, disfruté, una vez más, de la mejor puesta de sol de mi vida, dos días después de la anterior, justo en el otro extremo de Andalucía. Aquella tarde era la última de mi viaje, así que ese crepúsculo onubense en la infinita playa de Matalascañas también marcaba el final de ocho días en los que había recorrido las cinco provincias andaluzas que me faltaban por visitar y había disfrutado de conversaciones infinitas con mis amigos. Era imposible no sentir cierta melancolía, sobre todo si la luz acompaña. Me entregué a ambas mientras el sol se ponía en el mar, a un Océano de distancia de la América que, gracias a Huelva, estaba mucho más cerca de lo que creíamos.


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4 respuestas a “Huelva, la orilla de las tres carabelas

  1. Avatar de clearly40755f960d clearly40755f960d 14-junio-2025 / 11:38 am

    Claro, Diego. Tan cerca y con todos los medios tecnológicos, y aún así no te he visto viniendo al (infinitas comillas) Nuevo Mundo (infinitas comillas). Muy bueno todo pero Pizarro y Cortés no están precisamente orgullosos de tu derrotero. Saludos y te leo siempre.

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