Almería dorada

Cádiz, salada claridad.
Granada, agua oculta que llora.
Romana y mora, Córdoba callada.
Málaga, cantaora.
Almería dorada.
Plateado Jaén.
Huelva, la orilla de las Tres Carabelas…
y Sevilla.

Manuel Machado

Desde la Alcazaba Almería no es dorada sino del mismo amarillo ceniciento del desierto que la rodea. Sólo mirarla da sed, pero en buena parte es culpa mía, por, una vez más, visitar monumentos en pleno agosto a la una de la tarde. Almería fue la cuarta de seis capitales que visité en un viaje de ocho días el verano del año pasado, destinado a incorporar cinco provincias andaluzas nuevas a mi historial viajero. Decir que pasé calor es como decir que Primo Levi tuvo una mala época en los años 40. Los gatos sesteaban a la sombra de las moreras, mecidos por el ruido del agua corriendo caño abajo, y los turistas nos asábamos como pollos en una brasería. Ahora quién es el animal más inteligente, ¿eh?. Por la tarde visité la catedral, que, como en Córdoba, también tiene nombre compuesto. Catedral-Fortaleza, seguramente la única de España; también es el color de la arenisca, ni siquiera mitigado por las palmeras junto a la portada. Huyendo del calor aterricé en los refugios de la Guerra Civil, cuatro kilómetros de túneles bajo la ciudad que sirvieron como búnker para los civiles durante el conflicto. Cuando callaron las bombas la infraestructura cerró, y permaneció medio siglo oscura y olvidada bajo los adoquines hasta que ya en el siglo XXI unos obreros se la encontraron excavando los cimientos de un edificio. Hoy son una atracción de primer orden en la ciudad, y se necesitan semanas o meses de antelación para encontrar un hueco en los pocos grupos que bajan diariamente durante el verano. Antes de abandonar la ciudad, me agencio un Indalo para la nevera. El Indalo es el símbolo de Almería; un dibujo torpe en una cueva que pasó cincuenta siglos oculto hasta que un arqueólogo lo descubrió a finales del siglo XIX. A partir de mediados del siglo XX se convirtió en el símbolo de la cultura almeriense más intelectual, y después de toda la provincia. La figura, un hombre sosteniendo un arco, o protegiéndose con él, es prácticamente ubicua. Coches, tiendas, casas, bolsas; es el orgullo de Almería.

De Caños de Meca a Cabo de Gata. Así podría titularse una crónica de viaje por la Andalucía más alternativa. O, como diría Clint Eastwood, «cierra el pico, hippie». Alquilé un coche en el aeropuerto y enfilé hacia la esquina más protegida de Almería, unas respetables cincuenta mil hectáreas de parque natural que han permanecido ajenas a la conversión del resto de la costa mediterránea en un farallón de cemento. Mi objetivo era ver una puesta de sol tan bonita que desautorizara a las palabras apócrifas de Bill Clinton sobre la Alhambra. Y ni tan mal. En la Playa de la Fabriquilla familias enteras agotaban las últimas briznas de luz solar mientras recogían neveras y sombrillas. El sol perfecto y redondo, valga la redundancia, se escondía tras la ciudad a muchos kilómetros de allí. Que los almerienses tengan ese espectáculo a diario y los demás tengamos que viajar mil kilómetros para verlo es una injusticia geográfica de primer orden. Aún así, no fue el momento más espectacular que me regaló el sol de Almería. A la mañana siguiente madrugué, con la idea de ver amanecer en alguna calita. Mientras conducía por la autopista, el cielo se incendió como si hubiera explotado el Krakatoa, un Nagasaki celestial como no había visto antes ni he vuelto a ver después. Llevaba puesta una camisa hawaiana que probablemente es ilegal en 17 países de la Unión Europea, así que pasé la mañana haciéndome selfis de divorciado con ínfulas en playas y carreteras desiertas, antes de irme de picos pardos a la mejor y más conocida parte de la provincia: el desierto.

Ya sé que Clint Eastwood ha salido en dos párrafos consecutivos, pero hablar de Tabernas sin hacerlo del Hombre sin Nombre es metafísicamente imposible. «El mundo se divide en dos categorías. Los que tienen el revolver cargado, y los que cavan. Tú cavas». Pienso en eso mientras conduzco por el paisaje arábigo de la A-92. En el desierto abundan los ranchos con espectáculos del Oeste para turistas y restaurantes de autoservicio donde comer alitas de pollo al estilo Tex-Mex. Yo escojo un bar cutre en el pueblo de Tabernas, que le da nombre al desierto, en el que me hincho a melva y a jureles por poco más de lo que cuestan en mi ciudad un pincho de tortilla y un café con leche. «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos». Me meto por una carretera secundaria para tardar más en llegar a Níjar, el pueblecito blanco desde el que diré adiós a la provincia. La cita que me viene a la cabeza está al otro lado del mundo, literal y metafóricamente. «Son 106 millas hasta Chicago, tenemos el tanque lleno de gasolina, medio paquete de cigarrillos, está oscuro, y llevamos gafas de sol». La libertad es muchas cosas, pero una de ellas es sentarse al volante de un coche con una camisa increíblemente hortera y conducir por conducir.


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6 respuestas a “Almería dorada

  1. Avatar de Pepito Pérez Pepito Pérez 20-junio-2025 / 9:47 pm

    Yo diría que la Catedral de Ávila también es una fortaleza, aunque no lo lleve en el nombre.

    Qué preciosos paisajes y que prosa tan poética. Gracias por estos ratos que nos regalas a quienes querríamos viajar muchísimo pero no podemos apenas nada.

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